Domingo, 13 de septiembre de 2015 | Hoy
CINE › MICHAEL MOORE Y FREDERICK WISEMAN EN EL TORONTO INTERNATIONAL FILM FESTIVAL
Mientras el director de Farenheit 9/11 presentó Where to Invade Next, donde descubre todas las políticas sociales que hay en el mundo y Estados Unidos no tiene, el legendario Wiseman brilló con In Jackson Heights, retrato de un verdadero mosaico social en su país.
Por Luciano Monteagudo
Desde Toronto
Desde Matt Damon hasta George Clooney, pasando por Sandra Bullock, no hay estrella de Hollywood que éste fin de semana no se dé una vuelta por el Toronto International Film Festival, dispuesto a tirar la casa por la ventana para celebrar su 40° aniversario. Incluso se anuncia la llegada inminente de Keith Richards para presentar Under the Influence, la producción de Netflix que lo tiene como protagonista absoluto, de gira y grabando su último disco. Pero si hay alguien que para los canadienses es una auténtica celebridad, una suerte de rock star del documental ése es Michael Moore. Desde que el TIFF lo lanzó a la fama hace ya un cuarto de siglo con Roger & Me (1989), cada una de las películas del director de Bowling for Columbine es recibida en Toronto como si fuera palabra sagrada. El festival pone a su disposición sus salas más amplias y Moore –siempre de jean, remera y gorrita de béisbol– las llena con sus feligreses, que lo aman y festejan incondicionalmente. Lo mismo volvió a suceder anteayer con Where to Invade Next (Por dónde seguir invadiendo), el documental en el que estuvo trabajando durante los últimos seis años en el más absoluto secreto y que el TIFF acaba de presentar en estreno mundial, para regocijo no sólo de sus fans sino también de los trade-papers como Variety y The Hollywood Reporter, que lo elogiaron con la misma unanimidad que el público local.
A diferencia de lo que dejaba inferir su título, que parecía sugerir una continuación de Farenheit 9/11, Where to Invade Next no desclasifica documentos secretos ni carga directamente contra la política militar estadounidense, aunque la película comienza en el Pentágono, con una supuesta reunión entre Moore y la cúpula de las fuerzas armadas. Lo que allí se decide es que como las invasiones usuales no hicieron ni mejor ni más seguro a su país, ahora será el propio Moore quien lleve la bandera de las barras y estrellas por el mundo (un mundo que, con la sola excepción de Túnez, es solamente Europa) para tomar de allí todas las ideas que podrían hacer de Estados Unidos la tierra de promisión que dejó de ser hace tiempo.
Un poco a la manera de Sicko (2006), donde Moore comparaba la salud pública de varios países –empezando por Francia y su amada Canadá– con el infame negocio que es en los Estados Unidos, en Where to Invade Next ese amable bufón que es el personaje que construyó el director para sí mismo va de aquí para allá descubriendo conquistas que no existen en el suyo. En Italia se entera de que los asalariados tienen, además de un sueldo extra llamado aguinaldo, unas generosas vacaciones, que les permiten ir a la playa (y tener más sexo); en Francia que los niños en la escuela pública disfrutan de un almuerzo digno de un gourmet; en Alemania que el pasado nazi no se esconde como el esclavismo en los Estados Unidos; en Portugal que se festeja el Primero de Mayo (hasta se lo ve al bueno de Mike coreando la Internacional en un acto público) y que no está penado por la ley el uso personal de drogas; en Eslovenia que la universidad es gratuita hasta para los estudiantes estadounidenses; en Islandia e incluso en Túnez, un país musulmán, que las mujeres tienen los mismos derechos y oportunidades que los hombres; y en Noruega que las prisiones son amables y abiertas y que nadie pidió la pena de muerte cuando en 2011 un psicópata neo-nazi asesinó en un solo día a 77 personas, entre ellas a más de 50 adolescentes.
De más está decir que todos las tensiones políticas, sociales y raciales que atraviesan actualmente muchos de estos países ni siquiera asoman en la simplista agenda de Moore porque, como declaró en la multitudinaria función en el teatro Princess of Wales, él hizo este largo viaje “para recoger las flores, no la maleza”. Se diría que Moore es menos un cineasta que un comediante de stand-up, que a su manera hace lo que antes se llamaba “agit-prop”: su película no está para detalles ni sutilezas, sino para convencer a sus compatriotas de que en su país viven cada vez peor y que algo hay que hacer para que eso cambie, empezando por ir a votar en las próximas elecciones. De ahí a que consigan que el 59 por ciento de los impuestos que paga todo estadounidense no vaya a parar a la eterna máquina de la guerra, es otra cosa, pero en el camino Moore parece haberse dado unos gustos –hasta ser recibido por algún jefe de Estado– y hacer esta suerte de documedia que aquí en Toronto ya quedó bautizada como “Mike’s happy movie”.
En Toronto también está otro documentalista estadounidense, mucho menos conocido en el mundo (y hasta en su propio país), a pesar de ser uno de los pilares del género: Frederick Wiseman. En medio siglo de trabajo, Wiseman ha construido un cuerpo de obra ejemplar, dedicado casi en su totalidad a revisar a fondo, con una mirada siempre crítica, el funcionamiento de las instituciones de su país, desde la salud pública hasta la política de viviendas, pasando por la universidad y los cuerpos legislativos. Entre sus films se encuentran clásicos absolutos del mejor documental, como Titicut Follies (1967), Welfare (1975), Public Housing (1997), State Legislature (2007) y At Berkeley (2013). Y ahora, perdida entre los casi cuatro centenares de films que incluye la abrumadora grilla del Festival de Toronto, figura su nueva maravilla, In Jackson Heights.
No parece casual que el nuevo, magnífico documental de ese auténtico hombre sabio del género que es Wiseman comience en una mezquita, en pleno Estados Unidos. Hay un gesto fuertemente político en In Jackson Heights, que celebra a ese barrio de Queens, en el distrito de Nueva York, considerado como uno de los más diversos del mundo, justo en un momento en que la política interna de su país se ve sacudida por el racismo y la xenofobia. Con su habitual método puramente observacional, que prescinde por completo de narrador, entrevistas o explicaciones, Wiseman –quizás el más perfecto exponente del Direct Cinema– se interna en todos y cada uno de los rincones del barrio, habitado en su inmensa mayoría por inmigrantes, donde conviven en armonía musulmanes, judíos, asiáticos y latinos, y convierte al espectador en un alegre vecino más. Por supuesto, como bien sabe el realizador, eso no implica que no haya conflictos, pero es su eterna confianza en las instituciones –desde una reunión comunitaria hasta una discusión política sobre educación pública– lo que hace de su película un bello acto de cultura cívica.
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