Jueves, 31 de marzo de 2016 | Hoy
CINE › LUJAN LOIOCO FILMO SU PRIMER LARGOMETRAJE EN EL PUEBLO JUJEÑO DE TUMBAYA
En La niña de tacones amarillos, la cineasta narró cómo se comporta una chica en un contexto que cambia y frente al rol de mujer objeto que le impone la sociedad machista. “Uno no puede ejercer un poder dentro de una sociedad que lo está sometiendo”, asegura.
Por Oscar Ranzani
Hace exactamente una década, cuando tenía 20 años, Luján Loioco era estudiante de la Universidad del Cine (FUC) y comenzaba a garabatear lo que después sería el guión de su ópera prima, La niña de tacones amarillos, que estrena hoy en la cartelera porteña. Aquel momento iniciático estaba marcado por los tiempos de los cuestionamientos que se hacía la actual directora: pensaba en los condicionantes sociales y en todo aquello que había formado su personalidad. Así fue como Loioco comenzó a reflexionar sobre la sociedad en la que se crió, pero fue aun más lejos: pensó también en el rol de la mujer y en un montón de características que creía suyas “y que, en realidad, no eran más que respuestas a un contexto”, cuenta la realizadora de 30 años, en diálogo con Página/12.
Tras proyectar esas reflexiones en una chica que transita la pubertad, Loioco viajó a Jujuy en plan turista y allí tuvo la intuición de que su futura película debía transcurrir en un pueblo de la provincia norteña. “Cuando llegamos a Humahuaca, paramos en la plaza para esperar hasta ubicarnos. Y una maestra se puso a bailar con unas chicas. Fue un momento particular: estábamos un montón de turistas y un pueblo que tenía su rutina y su cotidianidad”, recuerda Loioco. Ese choque cultural es el contexto en el cual se inscribe la historia de La niña de tacones amarillos (ver aparte). Después de ese viaje, la cineasta tenía el germen de su primer largometraje: la historia de vida de una adolescente que está pasando a la madurez y su contexto también cambia. “De un día para otro, cae un montón de gente que viene con sus ideas, sus conceptos, sus normas y sus valores de lo masculino y lo femenino”, explica. Cuando la historia empezó a tomar un poco más de cuerpo, Loioco viajó nuevamente a Jujuy y conoció Tumbaya, un pueblo poco turístico que tiene tan solo 500 habitantes y está ubicado a unos 50 kilómetros de la capital provincial: enseguida se convenció de que ése debía ser el escenario.
–Si bien la película no hace referencia al pueblo, ¿por qué decidió ambientarla en Tumbaya?
–Más allá de que son una película y un pueblo de ficción, en Jujuy encontré un lugar que me reflejaba un imaginario. No había ningún atisbo, ningún vínculo documental hacia ese lugar, sino que había algo adentro mío como dándome vueltas. Tenía algo que proyectaba la rutina del personaje de Isabel. Y cuando conocí Jujuy, fue como cuando una imagen onírica te activa una cotidianidad. Unos años después, cuando vi Tumbaya, dentro de lo que tenía en la cabeza, era un escenario perfecto. Es un pueblo que estaba a la vera de la ruta y sus calles terminaban subiéndose al cerro. Un pueblo muy chiquito que envuelto por un gran cerro. Y como suele suceder con otros espacios que están tan alejados de las urbes, hay otro tipo de vínculos. Cuando la naturaleza te envuelve de otra forma, el código forzosamente es distinto. Vi algo muy loco: está sobre la ruta, que está explotada turísticamente porque está cerca de Purmamarca; sin embargo, a Tumbaya no lo penetra el turismo. No tiene infraestructura turística. Cuando empecé con la película, tenía un camino muy fuerte marcado entre contar la historia de Isabel y contar esta fusión cultural.
–En base a ese recorrido que hizo, ¿cuánto cree que se daña la identidad cultural de un pueblo con los emprendimientos económicos?
–Cuando empezó el proyecto, yo tenía muy marcada la idea de narrar el choque cultural que, de hecho, está metido en la historia como algo que rebalsa, pero intenté retratar algo sin darle un valor o un tinte de correcto o incorrecto. Lo que naturalmente tendría que decir es que aplasta, daña, domina, que es lo que hace la sociedad más fuerte sobre la más débil. De hecho, cuando uno va a Jujuy, nota su cultura y sus costumbres donde están el resabio precolombino y la fiesta católica fusionados. Va una capa cultural sobre otra, que es la del fuerte sobre la del débil. La sociedad a la cual se chupa siempre entra en el último escalafón social. Es algo así como la historia de la dominación. Lo que pasó fue que después esa narración no me correspondía. No puedo ponerme a hablar del daño del choque cultural porque vivo en un lugar con agua potable y con un montón de cosas. No tengo postura frente a eso. Entonces, empecé a dejar esa línea del relato y a focalizarme en lo que quería narrar, que era el punto de vista de ella, y qué hace ella con ese contexto que le cambia y frente a un rol que le impone esta sociedad patriarcal, machista, de la mujer objeto. Y eso sí me pertenece un poco más a mí. No es una historia ni del norte argentino ni de la Argentina: podría ser de cualquier pueblito latinoamericano.
–En el título figura la palabra “niña”. ¿De qué modo buscó reflexionar sobre la pérdida de la inocencia que es más propia del/la adolescente?
–Creo que lo de “niña” me pesa porque lo escribí en mi adolescencia tardía. Jamás me hubiese autonombrado niña a los 14 o 15 años. Sí me pasa después, al ver ahora a las chicas de 13 o 14 años. Y las primeras tomas de conciencia a esa edad tienen que ver con que ese cuerpo puede generar algo en algún otro y una tiene que tener algún tipo de recaudo en el colectivo si está con la pollera del colegio, o en un amontonamiento en un subte. O sea, tenés que empezar a tomar conciencia sobre lo que podés estar provocando en el otro porque eso tiene una devolución. La primera vez que te tocan el culo es una marca. Después, a los 15, 16 o 17 ya lo tenés recontra incorporado, ya tomaste una actitud con respecto a eso: o te sometés y tomás una actitud un poco más sumisa frente a la mirada machista (o la forma machista de manejarse con vos), o te rebelás. Y la rebeldía también deja formas y marcas y modela tu personalidad. Para mí, tomes lo que tomes, estás condicionada.
–¿Que la película esté narrada desde el punto de vista de la protagonista implica que es la mirada femenina sobre el sometimiento machista?
–Para mí es de lo que ella hace con eso, pero en los inicios. Por eso, cuando hablaba del choque cultural también decía que era como una fusión inicial. La historia es una fábula. Inicia con un relato que tiene casi una estructura cíclica. Abre y cierra con una fiesta. Es como si ella se desayunara de un día para el otro y se preguntara: “¿Qué hago con eso?”. Ella descubre que nació linda y hace uso de eso. Con Miguel, el trabajador del predio, tiene un vínculo demasiado adulto para su edad. Es una relación de intercambios. Es muy raro que a los 12, 14 o 16 años tu primer vínculo sexual no sea amoroso y que haya otro tipo de interés que lo sostenga. Y yo siempre pensé que ella hace un análisis: así como a la amiga le tocó un padre proveedor, a ella le tocó la belleza. Y uno no puede ejercer un poder dentro de una sociedad que lo está sometiendo. Es mentiroso ese poder.
–¿Es efímero ese poder de seducción de su belleza?
–No, ese poder termina con una cachetada, porque es un poder que le mintieron y nunca le dieron igualdad. Es un poder del que una chica hace uso hasta que después viene uno y la viola. No hay ningún poder cuando el cuerpo de la mujer tiene un valor de objeto. Miguel se acerca las primeras dos veces encantando pero ya está sometiendo desde su forma de acercarse. Los primeros vínculos de las chicas, los primeros noviecitos a los 13 o 14 años, sin llegar a estos grados, también tienen esa forma de manejarse, porque hay una educación que es la que nosotros necesitamos modificar. O sea, nosotros educamos de una forma machista. El piropo, el avance, el sentir que a otro se lo puede avasallar es como la primera marca de un último acto que puede ser muy grave. Uno va forjando sociedades donde el otro no está en la misma condición.
–¿Notó que esa mirada y actitud de sometimiento machista estén exacerbadas en los pueblos del interior?
–Puede ser, pero el patriarcado está también en estas cuadras. Quizás en una gran ciudad y con más medios, hay más voz y más posibilidades de defensa como con cualquier otra desigualdad social, pero el resultado es una sociedad que está llegando a un límite. Cuando dicen “Se mata a una chica cada treinta horas”, no es que ahora hay más cobertura o, de golpe, los medios están más donde está la violencia de género, sino que es un combo que está explotando. Se educó de una forma y hay algo que está llevando todo a ese grado. Camino por la calle y veo la última publicidad de Coca Cola y son trozos de un cuerpo de mujer, para que incite a la sed. La publicidad también cooptó todo, pero desde una forma de jerarquía de cómo organiza. Una persona me decía que estoy tratando un tema que está de moda. No creo que sea así. Me crié en los ‘90 y hay como una consecuencia obvia de que es el tema que nos ocupa, porque algo explotó. Empieza a brotar porque es insostenible. La educación machista viene arrastrándose desde hace un montón de años, pero eso mezclado con todo el combo del consumo no es de hace tantos años. Entonces, sí creo que en determinados pueblos o espacios las mujeres están más vulnerables porque, ¿a quién te vas a quejar? La ciudad siempre te permite estar más a la defensiva, pero también es falso porque tiene que ver con una clase social: ¿quién puede defenderse más o menos? No es tanto el pueblo o la ciudad, pero creo que invade todo. El acto más vil del machismo, como un asesinato, un femicidio, acarrea un montón de otras cosas. Pero nunca hablo de un asesino sino de la lectura que se hace sobre ese caso.
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