Martes, 10 de mayo de 2016 | Hoy
CINE › UNA PELíCULA MáS A LA MEDIDA DE FASSBINDER QUE A LA DE BRECHT
La adaptación del director Volker Schlöndorff de la obra teatral del dramaturgo alemán refleja una misantropía que la hace seductoramente inasimilable, ya no para la sociedad burguesa de su tiempo, sino para la progresista de éste.
Por Horacio Bernades
BAAL
Alemania, 1969.
Dirección y guión: Volker Schlöndorff, sobre la obra homónima de Bertolt Brecht.
Fotografía: Dietrich Lohmann.
Música: Klaus Doldinger.
Duración: 87 minutos.
Intérpretes: Rainer Werner Fassbinder, Sigi Graue, Margarette Von Trotta, Hanna Schygulla, Günther Neutze, Miriam Spoerri, Marian Seidowsky, Irmgard Paulis.
Estreno en el Centro Cultural San Martín (Sarmiento 1551).
El tipo viene caminando hacia cámara por el caminito campestre, fumando con gesto despectivo. La campera y la camisa abiertas, como un wild one con unos años de atraso. En la banda sonora, un órgano y armónica acompasados parecen parafrasear “La casa del sol naciente”. Sobre ellos, un recitado poético. “En el pecador, ruin barullo/Baal yacía desnudo, revolcándose en calma/Sólo el cielo, siempre el cielo/cubría poderosamente su desnudez/Baal entreveía arriba los gordos buitres/que esperaban su cadáver en el firmamento/A veces se hacía el muerto y uno se le abalanzaba/Baal comía buitre en silencio para la cena.” Ruindad, un cielo cubierto de buitres, un héroe que los devora, todo eso puesto en palabras, distanciamiento poético, malditismo, la figura magnética y canalla de un héroe trágico. Como la obertura de una ópera, la introducción de Baal, numerada con el 1, presenta si no todos buena parte de sus leitmotivs. Los que hicieron de ella un frankfurter imposible de asimilar por la sociedad alemana de su tiempo, rescatada recién ahora, su circulación garantizada por su propia marginalidad congénita.
La primera secuencia de Baal, numerada con el 2, es, si se quiere, la más típica de la época –fines de los 60–, la más asimilable por el progresismo clásico. Vestido de traje y corbata, el héroe –que funge de poeta– participa de una recepción, en la que se muestra a punto de claudicar frente a un grupo de representantes de la sociedad burguesa, incluido uno que se ofrece a ser su mecenas. El alcohol vendrá en su ayuda y le permitirá ofender y enajenar al candidato a mecenas, humillando de paso a su esposa, a la que de todos modos –o gracias a ello– seduce. De mutuas relaciones de humillación, algunas de ellas consentidas, está hecha Baal. Más a la medida de la obra de su protagonista, Rainer W. Fassbinder –para quien ése será un tema constitutivo desde Katzelmacher, contemporánea a ésta (ver recuadro), hasta la final Querelle– que del propio Bertolt Brecht, en quien se basa, o, mucho menos, de su director, Volker Schlöndorff, que en su obra no desarrolla temas propios, sino de los autores que adapta.
Es esa propensión del héroe a la humillación, a la misantropía, al odio reconcentrado por el otro, a la misoginia violenta –ese carácter antisocial, profundamente incorrecto, en suma–, lo que vuelve inasimilable Baal, ya no para la sociedad burguesa de su tiempo, sino para la progresista de éste. Desde el primer fotograma, lo que Baal (nombre de un antiguo dios guerrero de Asia Menor, cuyo símbolo era un toro) desafía es la muerte. Muerte que lo ronda y a la que convoca, tal como enseguida especifica el recitado. Para alcanzarla será marginal a los marginales, que en caso contrario se ocuparán de marginarlo, tal como sucederá de allí en más en el cine de Fassbinder. Humilla a la esposa burguesa y desflora y basurea a una virgencita –novia de un amigo a quien después trompea–, lo abuchean en el sucucho en el que se presenta recitando sus poemas, viola a una extraña, arrastra por el fango a una novia embarazada (Margarette Von Trotta) y traiciona finalmente a su mejor amigo, para ser abandonado en las instancias finales por un grupo de leñadores que no muestran la más mínima solidaridad de clase para con él, que abjuró de toda clase.
El carácter deliberadamente teatral de muchas de las escenas, así como la presencia de la “troupe Fassbinder” casi en pleno (Hanna Schygulla, Peer Raab, Irm Hermann, Günther Kaufmann, Harry Baer) y unos 16 mm turbios, sucios, colaboran también con el crudo sello Fassbinder de los años 70, que el efecto de envaselinado sobre los bordes del cuadro (ver entrevista) tiende a contrarrestar, como si un vaporoso flou amenazara con florear tanta roña.
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