Sábado, 14 de mayo de 2016 | Hoy
CINE › EXCELENTE COMIENZO DEL CONCURSO OFICIAL EN EL FESTIVAL DE CANNES
Sieranevada, tour de force del rumano Cristi Puiu, y Rester vertical, audaz propuesta del francés Alain Guiraudie, pusieron la vara muy alta en el inicio de la competencia. En cambio, decepcionó Ma Loute, de Bruno Dumont, sobre una familia antropófaga y otra incestuosa.
Por Luciano Monteagudo
Desde Cannes
“Vamos al cine muy seguido. La pantalla se enciende y sentimos una emoción. Pero habitualmente nos sentimos defraudados. Las imágenes están fechadas y son desparejas. Nos sentimos tristes. No era la película de nuestros sueños. No era la película total que llevamos dentro de nosotros. La película que quisiéramos hacer, o más secretamente, sin duda, la película que queremos vivir”. Esta apasionada declaración de principios forma parte del legendario monólogo de Jean-Pierre Léaud en Masculino femenino (1965), a esta altura todo un clásico de Jean-Luc Godard, que en una deslumbrante versión restaurada inauguró a sala llena la sección Cannes Classics, cada vez más nutrida de rescates y redescubrimientos. Y esa proclama de amor al cine, esa película que “querríamos vivir”, que Godard sin duda consiguió en Masculin féminin, puede aplicarse a dos de los primeros títulos en competencia oficial por la Palma de Oro del Festival de Cannes, en el que debe ser sin duda el mejor comienzo del concurso en años: Sieranevada, del rumano Cristi Puiu; y Rester vertical, de francés Alain Guiraudie.
Ambos directores son bien conocidos por el público cinéfilo del Bafici y del Festival de Mar del Plata, pero también tuvieron la posibilidad —cada vez más mezquina– de llegar a la cartelera comercial porteña: el rumano con la extraordinaria La noche del señor Lazarescu, que aquí mismo, en Cannes 2005, se llevó el premio principal de la sección Una Cierta Mirada y dio certificado oficial de nacimiento al llamado Nuevo Cine Rumano; el francés, por su parte, dos años atrás se consagró en la misma sección con El desconocido del lago, un thriller en todo sentido fuera de norma, ambientado en un playa nudista gay, que le valió el premio al mejor director. Y ambos vuelven a Cannes en su mejor forma, con films que asumen deliberadamente los riesgos que corren.
El caso de Sieranevada (un título que el propio director reconoce caprichoso, como tantos cuadros que en una exposición llevan la aclaración “sin título”) es muy particular, porque está concebido a la manera de un brillante tour de force, pero que paradójicamente no pretende llamar la atención sobre su procedimiento. Filmado casi en su totalidad en un estrechísimo departamento de Bucarest, en planos secuencia tan prolongados que llega un momento en el cual el espectador se olvida por completo de cuándo advirtió por última vez un corte de montaje, Sieranevada por momentos viene a recordar el famoso gag del camarote de los hermanos Marx: ¿cuántos más personajes son capaces de entrar en ese reducido espacio?
Sucede que allí tendrá lugar una ceremonia religiosa en recuerdo del dueño de casa, fallecido poco tiempo atrás. Toda la familia está citada por la viuda del difunto, que espera –como a Godot, de tanto que tarda– la llegada de un sacerdote ortodoxo encargado de oficiar una misa y bendecir los recuerdos del muerto. Pero el arribo incesante de hijos, yernos, cuñados y todo tipo de parientes no hace sino convertir esa casa en un pequeño infierno, pleno de discusiones de todo tipo, de las más banales a las más ríspidas, que van desde las teorías conspirativas acerca del 11 de septiembre hasta el pasado reciente bajo el régimen comunista de Nicolae Ceausescu, que una aguerrida abuela, por caso, defiende con uñas y dientes. Es la Historia reciente con mayúsculas la que Cristi Puiu pone en escena a través de las pequeñas historias personales de cada uno de sus personajes. En ese espacio minúsculo, Puiu se las ingenia para dar cuenta también de unas cuántas instituciones: la religión, la familia, el ejército. Y todo esto con una cuota de humor que parece deberle tanto al teatro del absurdo de Ionesco (un rumano a quienes los cineastas de su país parecen deberle más de lo que le reconocen) como a El discreto encanto de la burguesía, de Buñuel, en tanto todos están famélicos frente al banquete dispuesto sobre la mesa familiar, pero que no puede tocarse mientras no sea bendecido por ese sacerdote que nunca termina de llegar. Es notable la manera en que Puiu –como ya lo había conseguido en Lazarescu– consigue trascender los peligros del costumbrismo para ir alcanzando en cambio un raro estado de intensa melancolía.
En el otro extremo de arco expresivo, Rester vertical (“Permanecer de pie” sería su traducción literal, que alude a un acto de resistencia) es un film hecho de pocos personajes, de grandes espacios abiertos, y abierto el film mismo a una infinidad de interpretaciones, empezando por una nueva concepción de familia, surgida del interior más profundo y campesino de Francia, lo cual no deja de ser una propuesta políticamente subversiva. Un guionista en crisis llamado Leo deja toda su vida atrás y se pierde deliberadamente en la campiña, como si quisiera comenzar todo de nuevo, desde lo más puro y simple. Y como en un cuento de hadas (que algo de eso tiene el nuevo film de Guiraudie, como así también de cuento infantil de terror) lo consigue: conoce a una joven pastora de ovejas, con quien no tarda en convivir e incluso en darle un hijo. Pero la mujer en cuestión, que ya tiene otros dos hijos, abandona la granja y deja a Leo y a su bebé solos, apenas en la amenazante compañía de su padre, obsesionado con matar a los lobos que rondan la comarca y diezman sus rebaños.
Ese mundo, que a priori parece realista, comenzará a enrarecerse paulatinamente, hasta adquirir primero un carácter casi onírico y luego directamente de pesadilla. Otros granjeros de la zona –un viejo a punto de morir, que escucha Pink Floyd a todo volumen, un ragazzo di vita pasoliniano que convive ambiguamente en su casa– ingresarán en ese mundo circular, del que Leo no puede ni quiere salir, tan atado que está a su bebé, al que cuida como si fuera un padre y una madre la vez. A diferencia de El desconocido del lago, aquí las relaciones sexuales no son mecánicas, meramente funcionales, sino que los cuerpos están allí en todo su esplendor para comunicar emociones esenciales, básicas: amor, placer, dolor, ternura. Y humor también: más de una escena de Rester vertical –en particular la de un insólito “suicidio asistido”– son capaces de provocar risas tan sorpresivas como incómodas.
Algo de eso pretende también, aunque sin demasiado éxito, Ma Loute, la nueva comedia de Bruno Dumont luego del magnífico desconcierto que provocó un par de años atrás con P’tit Quinquin, donde probaba que además de ser el oscurísimo autor de La humanidad y Flandres también era capaz de hacer reír, y mucho, de la manera más bizarra. Aquí, como siempre en Dumont, el escenario vuelve a ser el mismo de toda su obra, la costa de Normandía, al norte de Francia, en toda su rústica, salvaje naturaleza, expresada tanto en el paisaje como en los rostros de sus habitantes. Pero la diferencia con respecto a su cine anterior es que en Ma Loute –la segunda de las tres películas francesas en competencia oficial– Dumont ha elegido el film de época, una suerte de burlesque histérico, como un René Clair fuera de quicio.
En el verano de 1910, en la Bahía de la Slack, una serie de misteriosas desapariciones afecta la región. El inspector Machin y su asistente Malfoy se hacen cargo, como pueden, de la investigación. Y muy a su pesar, se encuentran en medio de una extraña e intrigante historia de amor entre Ma Loute, el hijo mayor de una familia de pescadores de costumbres muy particulares (entre ellas el canibalismo), y la andrógina Billie, de una decadente, incestuosa familia de la gran burguesía de Lille.
Hay una colisión evidente en el film de Dumont, entre la cualidad ominosa, tragicómica de los habitantes originarios del lugar, que el director vuelve a elegir como si tallara sus rostros en piedra, y todo el lustroso elenco de la gran familia burguesa forastera, encabezado por Fabrice Luchini, Valeria Bruni-Tedeschi y Juliette Binoche, todos jugando en una cuerda exacerbada hasta el ridículo. Ambos grupos de familia, en los que se intuye una sorda, latente lucha de clases, son igualmente monstruosos, pero no funcionan cinematográficamente de la misma manera, como si Dumont hubiera intentado, pero nunca hubiera logrado, mezclar el agua y el aceite.
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