Martes, 17 de mayo de 2016 | Hoy
CINE › JIM JARMUSCH Y MAREN ADEN MANTIENEN ALTO EL NIVEL DEL FESTIVAL DE CANNES
En Paterson, el director de Flores rotas vuelve a la Croisette en su mejor nivel, que esta vez tiene la forma de un haiku. A su vez, con Toni Erdmann, la alemana Maren Ade confirma que es una cineasta de gran profundidad y madurez, lo que no le resta humor ni sorpresa.
Por Luciano Monteagudo
Vino por primera vez en 1984, cuando se llevó la Cámara de Oro a la mejor ópera prima por Extraños en el paraíso, su largometraje iniciático, aquel que permitió descubrir a un autor que siempre, con sutiles variaciones, con sus alzas y sus bajas, permaneció fiel a su mundo melancólico y a su estilo minimalista. Desde entonces, Jim Jarmusch ha estado al menos una decena de veces en la selección oficial del Festival de Cannes (en el 2005 ganó el Gran Premio del Jurado por Flores rotas, que tanto le debía al estupendo protagónico de Bill Murray) y ahora regresa una vez más, con dos películas a falta de una. Para dentro de un par de días está anunciado, fuera de concurso, en las sesiones de medianoche, Gimme Danger, su esperado documental sobre The Stooges, la legendaria banda que creó Iggy Pop en Detroit, allá por 1967. Pero mientras tanto, Jarmusch trajo ayer no sólo uno de los mejores títulos de la competencia, que este año ostenta un nivel particularmente alto, sino también el que quizá sea uno de sus films más valiosos y singulares, una pequeña maravilla titulada Paterson.
En todo Cannes, no debe haber un film más económico, más frugal y a la vez más preciso que Paterson, como si Jarmusch hubiera concebido su nuevo largometraje a la manera de un haiku. La misma austeridad, sutileza y libertad de esa ancestral forma de poesía japonesa se respira en esta película que, a la vez, no podría ser sino esencialmente estadounidense, por sus ambientes y por sus personajes. Si en la base del haiku hay una percepción directa de las cosas, apegada a lo sensible y libre de conceptos abstractos, “una mera nada, pero inolvidablemente significativa”, como alguna vez lo definió el inglés Reginald Horace Blyth, uno de sus primeros difusores en Occidente, lo mismo sucede con el nuevo film de Jarmusch, que hace de la poesía no sólo la vocación de su protagonista sino también la razón de ser de la película toda.
En las antípodas de su villano en Star Wars: El despertar de la fuerza, Adam Driver es Paterson, un amable conductor de ómnibus de la ciudad de… Paterson, en el estado de Nueva Jersey, allí donde William Carlos Williams, pionero del modernismo en la poesía de su país escribió su obra cumbre, titulada... Paterson. En la idílica rutina que va de un lunes a un viernes, Paterson se despierta cada mañana en la dulce compañía de Laura (Golshifteh Farahani) y va a conducir su ómnibus por la ciudad, mientras va escribiendo mentalmente los poemas que luego volcará en su “libreta secreta”, como la llama su mujer, que le ruega una y otra vez que la fotocopie, para que su obra no corra el riesgo de perderse. Por si la fortuna quisiera que Paterson se estrene en Argentina, conviene no adelantar lo que sucede el sábado, pero habrá que saber que el domingo, un encuentro fortuito con un desconocido (japonés, para más datos) producirá en Paterson una pequeña epifanía, acorde con lo que se ha visto del personaje en esa semana de su vida.
En no mucho más que una semana, también, transcurre la acción de otro de los grandes títulos de la competencia oficial del Cannes tan benigno de este año: Toni Erdmann, la nueva película de la gran directora alemana Maren Ade. Conocida en Argentina por Entre nosotros, con la que en el 2009 había ganado el Oso de Plata de la Berlinale a la mejor dirección, Ade desde entonces parecía haber volcado todas sus energías a la producción de los proyectos de otros directores (de la talla del portugués Miguel Gomes y del alemán Ulrich Köhler), pero siete años después de su largo anterior sorprende ahora con un film propio capaz de devolverla nuevamente al primer plano internacional. Y de llevarse, hasta ahora, el entusiasmo desbordante de la crítica presente en Cannes y, el domingo que viene, por qué no, alguno de los premios mayores del festival, entre ellos quizás a sus dos estupendos actores, Peter Simonischek y Sandra Hüller.
¿Quién es Toni Erdmann, el nombre que –como en el film de Jarmusch– le da su título al film? En verdad, es el alter ego de un padre a quien le cuesta una enormidad relacionarse con su hija, ya de treinta y pico, y que a través de ese alias decide incursionar en el mundo de Inés, una completa extraña, esa desconocida en la que se ha convertido para él. Afecto a los disfraces y a las bromas pesadas, como lo describe la primera escena, ese padre divorciado y solitario decide caer sin avisar en Bucarest, la capital de Rumania, donde Inés trabaja como consultora para una financiera alemana. Y cuando el abordaje tradicional no funciona y se da cuenta de que para Inés su llegada es una suerte de catástrofe, no tardará en calzarse una peluca y unos dientes postizos y convertirse en Toni Erdmann, esa pesadilla que se entromete en todos y cada uno de los encuentros profesionales y personales de su hija.
Como ya sucedía con la protagonista de Entre nosotros, aquí también se percibe un profundo malestar existencial en Inés, que quiere convencerse a sí misma de que es una mujer independiente y exitosa en su profesión (y a su manera sin duda lo es), pero que sin embargo responde a una estructura de poder de la que ella no es más que un mero engranaje, una pieza más en un mundo esencialmente masculino y que prioriza la entrega a la corporación (encargada de “racionalizar” empresas y “bajar costos” en la emprobrecida Rumania) por encima de cualquier otra consideración.
La irrupción del insólito, impredecible “Toni Erdmann” en ese contexto producirá todo tipo de rupturas, no sólo en el entorno laboral de Inés sino en el desarrollo de la película misma, capaz pasar de una situación dramática a una desopilante sin transiciones ni aviso previo. La sorpresa permanente, los cambios de tono, los impensados giros de guión, que nunca resultan forzados sino por el contrario, siempre naturales y espontáneos, hacen de Toni Erdmann una película por demás infrecuente, que logró un raro prodigio en Cannes: hacer estallar de aplausos a la función de prensa a plena escena abierta, cuando Inés (la magnífica Sandra Hüller) interpreta a los gritos, a la manera de un catártico karaoke, su cover de “The Greatest Love of All”, la empalagosa canción de Whitney Houston que primero resulta incómoda, luego se vuelve muy graciosa y termina siendo genuinamente conmovedora, considerando que al piano la acompaña ese padre que no piensa abandonar su causa hasta que su hija al menos logre pensar qué significa para ella una palabra tan grande y tan esquiva como “felicidad”.
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