Domingo, 22 de octubre de 2006 | Hoy
CINE › EL DIRECTOR ESTADOUNIDENSE MARTIN SCORSESE HABLA DE SU NUEVA PELICULA, “LOS INFILTRADOS”
“Nunca había rodado una película con una intriga tan cerrada”, dice el realizador, que vuelve al mundo de la mafia con un elenco que incluye a Jack Nicholson, Leonardo DiCaprio y Matt Damon.
Por Enric Gonzalez
Desde Roma *
Martin Scorsese (Nueva York, 1942) ya es un patriarca del cine. El autor de Taxi Driver, Buenos muchachos, Casino y Pandillas de Nueva York acaba de estrenar en Estados Unidos su última película, The Departed (Los infiltrados en la versión española), con un resonante éxito de público. Se trata de una obra espléndida, que llegará a Buenos Aires el próximo 16 de noviembre. En esta entrevista, realizada en un hotel romano en el marco de la glamorosa Fiesta del Cine de la ciudad, Scorsese habla de las consecuencias del 11 de septiembre, de la enfermedad moral que, según él, se adueña del mundo, y de los fantasmas cinematográficos que lo acompañan durante los rodajes.
–Vuelve a una historia de mafiosos. Sólo que esta vez no son italianos, sino irlandeses.
–El guionista, William Monahan, sacó el argumento de una película hecha en Hong Kong llamada Infernal Affaires. Y lo trasladó a los ambientes americanoirlandeses de Boston. La verdad, yo no tenía ningún interés en hacer una remake, ni en trabajar con actores de acento irlandés. Pero cuando leí el guión me obsesioné con él.
–Y no tuvo la tentación de italianizarlo.
–No. Después de leerlo, no.
–¿Qué le gustó de la historia? ¿La ambigüedad?
–Me gustó el juego psicológico de los personajes, enfrentados a un ciclo en el que se suceden hasta el infinito confianza y traición, confianza y traición. Ese mecanismo perverso de la confianza continuamente defraudada crea un mundo de absoluta ambigüedad moral, una especie de zona cero de la ética en la que estamos y, de alguna forma, refleja el ánimo desesperanzado de Estados Unidos, y creo que de gran parte del planeta. Refleja las consecuencias del 11 de septiembre de 2001. El eje moral de la película es Billy (el policía infiltrado en la mafia, interpretado por Leonardo DiCaprio), un tipo sometido a una terrible presión porque se sumerge en un ambiente amoral. Hoy en día, las fronteras entre el bien y el mal están desapareciendo, ¿no le parece? Poco a poco, un sentimiento de ira fue adueñándose de mí y de todo el equipo, empezando por los actores.
–¿Ira? ¿Por qué?
–Ira contra el mundo en que vivimos.
–Eso, supongo, afectó el rodaje.
–Yo me reúno diariamente con los actores, antes de cada escena, y quizá puedo influir en su estado de ánimo. Y cambio cosas continuamente. Terminé la película hace tres semanas, justo antes del estreno en Estados Unidos. Ya se vendían entradas cuando añadí la última escena.
–Dice que el 11 de septiembre y lo ocurrido después es de suponer que en, referencia al miedo y al recorte de libertades, le genera ira y desesperación.
–Sí. Pero eso ni se me pasó por la cabeza cuando planificaba el rodaje. Fueron sentimientos surgidos después, durante el trabajo con los actores.
–A mediados de los años ’40, las cosas estaban peor: Auschwitz, Hiroshima... Es difícil para el ser humano caer más bajo.
–Yo era muy joven entonces.
–Sí, pero conoce muy bien el cine de la época. Durante unos años, después de la Segunda Guerra Mundial, el cine fue optimista.
–Cierto. Yo admiro a los optimistas. Me parece admirable cualquiera que hoy sea optimista sobre la tendencia de las diversas civilizaciones mundiales. Pero hay que reconocer que tenemos problemas graves, profundos. Una extraña enfermedad está erosionando nuestra ética y nuestras almas. Esa es la base real de la película, la fuente de inspiración. Vuelvo a los motivos por los que la historia debía desarrollarse en un ambiente irlandés: por el fatalismo. Mi catolicismo, por el barrio neoyorquino en que nací, es más irlandés que italiano. Y no hay nadie más fatalista que un católico irlandés. Había una frase fantástica en el guión que al final no conseguimos encajar. El jefe mafioso, Jack Nicholson, está hablando con un viejo obrero del barrio que nunca quiso integrarse en la mafia y lo respeta por eso. Nicholson le dice: “Ah, cómo me gusta el espíritu irlandés: despertarse cada mañana y smell the coffin (un juego de palabras entre coffee, café, y coffin, ataúd). Es buena, ¿no? Sin quererlo, nos salió una película fatalista y desesperanzada. Ahora vuelvo al optimismo cinematográfico posterior a 1945: lo que había ocurrido durante la guerra era absolutamente terrible, devastador, inimaginable. Ahora es distinto. Es una cadena de incidentes, un drama que se desarrolla poco a poco. Sabemos que estamos entrando en una época de vorágine, pero aún no sabemos cómo será ni qué ocurrirá. Hay suspense.
–Usted es un archivo viviente del cine.
–Creo que sé bastante, sí.
–¿Y esa erudición no lo bloquea un poco al trabajar?
–Sí. Tengo que andar con cuidado. Las referencias y las similitudes con películas anteriores son inevitables, pero me inquietan. En ciertos momentos del rodaje de Los infiltrados, pusiera como pusiera la cámara, surgía Carol Reed.
–Como cuando la psiquiatra camina hacia su ex novio y pasa de largo.
–Exacto. Filmé ese plano desde mil ángulos diferentes. Y al final me dije que no debía avergonzarme de rendir un homenaje a El tercer hombre, una de las mejores películas de todos los tiempos. Ya no necesito ver de vez en cuando El tercer hombre porque vive dentro de mí, forma parte de mi metabolismo. No sé si se habrá fijado en la música de Los infiltrados, pero es toda de guitarra. Como la banda sonora de Anton Karas para El tercer hombre, que era de cítara. Y los temas musicales son tangos, todos. ¿Qué tiene que ver el tango con los irlandeses? Nada. La cuestión es que el tango sugiere peligro y quienes lo bailan tejen como una telaraña en torno de ellos. El tango era perfecto para Los infiltrados.
–¿Tuvo El tercer hombre en mente ya desde la planificación de la película?
–No, apareció más tarde. Cuando empiezo a pensar en una película suelo reflexionar sobre el trabajo de un determinado autor. Es algo muy vago, como si el autor en cuestión estuviera en mi habitación, callado, mientras pienso. En el caso de Los infiltrados, la presencia era la de Jean-Pierre Melville, un cineasta que me gusta muchísimo. Tan sutil, tan elegante...
–Usted ya forma parte del Olimpo de los Orson Welles y los Jean-Pierre Melville. ¿Trabaja con la misma pasión de hace 30 años?
–Por favor, no me compare con ellos... En cuanto a la pasión, es distinta. Por razones físicas, para empezar. Necesito elementos que me estimulen. Trabajar con los actores me ayuda. Y busco también otros elementos. Nunca había rodado, por ejemplo, una película con una intriga tan cerrada, tan inmodificable, como la de Los infiltrados. Suelo filmar historias más abiertas y con mayores posibilidades de improvisación. En este rodaje, además, hubo complicaciones de agenda por parte de los actores y tardamos mucho en terminar, 99 días, demasiado. La obligación de someterme a una cierta disciplina estilística, al estilo de un Alfred Hitchcock, supuso un estímulo. Y la rabia de la que hablaba, claro. La rabia nos llevó hasta el final.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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