Jueves, 10 de mayo de 2007 | Hoy
CINE › “LA VIE EN ROSE”
El biopic de Olivier Dahan sobre Edith Piaf acentúa las estaciones de su calvario.
Por Luciano Monteagudo
Dirección y guión: Olivier Dahan.
Fotografía: Tetsuo Nagata.
Música: Christopher Gunning.
Intérpretes: Marion Cotillard, Sylvie Testud, Gérard Depardieu, Pascal Gregory, Jean-Pierre Martins, Emmanuelle Seigner.
La idea del artista inmolado en su propia cruz, víctima de la incomprensión de su tiempo, de su torturado mundo interior o de las penosas circunstancias en las que le tocó vivir y morir ha sido uno de los motivos más frecuentados por el cine de siempre, con ejemplos que van desde Vincent van Gogh (uno de los más trajinados) a Billie Holiday, Yukio Mishima, Charlie Parker, Gustav Mahler y Sid Vicious, por citar apenas un puñado. Por eso, lo único que sorprende de La Vie en rose es que la tumultuosa vida de Edith Piaf no hubiera sido antes motivo de la consabida biopic, un subgénero del melodrama al que es afecto particularmente Hollywood y que aquí el cine francés encara con un despliegue de producción a la altura de uno de sus máximos símbolos nacionales.
“Un gran film de amor, musical, popular, trágico y novelesco; un tema francés, un film internacional, una gran obra sobre Piaf”, fue lo que le propuso el director Olivier Dahan –un aprendiz de Luc Besson– a su productor Alain Goldman, que vio inmediatamente la potencialidad del proyecto. No por nada, cuando La Vie en rose se estrenó en Europa después de haber inaugurado la última Berlinale, en febrero pasado, una “Piafmanía” se apoderó del mercado, saturado de discos, libros y posters del “Gorrión de París”, como se la bautizó en su tiempo.
Fiel a las premisas martirológicas del género, la película de Dahan empieza no con uno sino con dos calvarios simultáneamente: por un lado, la arruinada Piaf de los últimos años, que para horror del público neoyorquino se desmorona arriba de un escenario, y la de su infancia pobre y desdichada en Belleville, el barrio más popular y colorido de París, donde ya su madre cantaba en la calle a capella, por unas pocas monedas. A partir de allí, La Vie en rose (el título de estreno internacional del film, citando una de sus canciones más famosas; el original es La Môme, que alude a su condición de “Gorrión”) irá enhebrando trabajosamente distintas estaciones de su Via Crucis sin necesidad de atarse a un relato organizado de manera cronológica y lineal. Se diría que esa pequeña audacia de montaje y una caprichosa, repetida cámara en mano son los únicos rasgos de “modernidad” de una película que por lo demás responde a todas y cada una de las convenciones que se esperan de ella. Pero esta aproximación fragmentaria, en todo caso, le da a la película su dimensión rapsódica, rimada, como si se tratara de seguir el collar de canciones que van desde la temprana “Mon légionnaire” hasta el previsible final con “Non, je ne regrette rien”.
Para decirlo en términos musicales, el leitmotiv de La Vie en rose son las pérdidas, los sucesivos abandonos que sufre Edith Giovanna Gassion (tal su verdadero nombre): de niña, su madre la deja librada a su suerte, mientras su padre sobrevive en las trincheras de la Primera Guerra Mundial; a su regreso del frente, la arranca de Belleville y la deposita en un prostíbulo de Normandía donde las pupilas la adoptan como su pequeña mascota e incluso la salvan de una inminente ceguera, gracias a una oportuna visita al santuario de Santa Teresa de Lisieux, de quien Edith se hará devota. Pero también será extirpada de ese tibio sucedáneo maternal para llevar la vida errante del circo y luego volver a las calles de París, donde será descubierta por Gérard Depardieu, en la piel de Papá Leplée, su primer Pigmalión, fallecido en circunstancias misteriosas que pondrán a la Piaf (él la había apodado así) como principal sospechosa de su muerte.
El alcoholismo, la droga, la muerte en un accidente aéreo del boxeador Marcel Cerdan, que fue su único gran amor, son tragedias de la última etapa de su vida que se irán alternando con las de sus años de formación. Con astucia, Dahan evita poner otros nombres y rostros famosos en escena (la única excepción es la aparición fugaz de Marlene Dietrich) para concentrarse en el círculo íntimo de la Piaf y reforzar así el verosímil de su sustituta, un impresionante trabajo de mímesis de Marion Cotillard, que da la impresión de haber asimilado hasta el más mínimo gesto de su personaje. Lo suyo es algo más que el simple playback, que hubiera resultado algo grotesco: hay un raro sincretismo entre la imagen pública de la Piaf, que abunda en centenares de registros de todo tipo, y lo que consigue Cotillard, un histrionismo que le va muy bien a su personaje, una chanteuse capaz de habitar sus canciones como sólo lo haría una actriz.
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