Mar 17.07.2007
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CINE › CRONICA DE RODAJE DE “UNA SEMANA SOLOS”, DE CELINA MURGA, UNA NUEVA MIRADA DE LA FICCION AL UNIVERSO DE LOS COUNTRIES

Creciendo entre el vallado y la garita de seguridad

La primera película íntegramente protagonizada por niños del cine nacional ilumina el lado menos explorado de la vida más allá del cerco, en los countries y barrios privados: los ritos de invasión a hogares de vecinos a cargo de los chicos residentes, que la directora conoció a través de las observaciones de Los que ganaron, de Maristella Svampa.

› Por Julián Gorodischer

La mujer, pequeña y distante, maneja los hilos del rodaje con una eficacia que comprueba la influencia del carisma sobre las personas: en el set de Una semana solos, Celina Murga habla bajito, sin marcas de ansiedad, sin estridencias: “Abríguenlo”, dice. Y corren las asistentes a tapar con una manta al niño actor, uno entre los ocho que protagonizan este opus dos a cargo de chicos: la historia dicta que los papás se fueron (no queda muy claro el motivo) y los hijos se quedaron solos en el country. Hoy que se puso de moda atribuir la renovación a las mujeres, como Ana Katz (Una novia errante) y Lucía Puenzo (XXY), la filmación de Celina Murga anuncia la gestación de algo grande. Hay razones para creerlo: su ópera prima, Ana y los otros, fue la deliciosa novela de iniciación de Ana (Camila Toker) en busca de su adolescencia perdida en las callecitas de Paraná, en Entre Ríos, donde se reencontró con un pasado que creía perdido en alguna hora libre de la escuela secundaria.

Como aquella vez, volvió a escuchar la llamada de las afueras, y se fue a filmar al country. Los niños van llegando, y aportan una lucidez aterradora (que pone en crisis la superioridad de los adultos: el sentido común). Celina está regida por nuevas ambiciones; no le bastaba con redefinir la noción de conflicto dramático, logrando expresar una extrema tensión en términos de monotonía de siesta; ahora no sólo se escapa de la fiebre urbana, y no solamente se inspira en la teoría de Los que ganaron, de Maristella Svampa para idear a sus inspirados chicos de country, sino que se deja empapar por el espacio urbano del momento (que motiva desde el best seller literario a la crónica policial de la que hablan todos), aquel que parecía saturado de sentido, casi trillado después de la novela Las viudas de los jueves (Claudia Piñeyro), las crónicas de Mundo privado (Patricia Rojas), la película Cara de queso (Ariel Winograd) y, claro, las últimas noticias de los crímenes de Nora Dalmasso y María Marta García Belsunce. No todo estaba dicho –creyó–, cuando decidió seguir tratando el costado menos explorado de la vida adentro del cerco: la invasión de hogares de sus vecinos a cargo de las bandas de hijos pródigos, para revisar o hacer desmanes, en un hábito que Svampa detectó y analizó en su trabajo teórico. Como el español Alejandro Amenábar con La imagen pornográfica de su admirado Román Gubern (que dio lugar a Tesis), Murga cayó en el poco frecuente proceso de la adaptación de la teoría al cine, enterándose en Los que ganaron del otro lado de la realidad suburbana chic. ¿Cómo es crecer creyendo que una veintena de manzanas es el verdadero mundo?

–La teoría de Svampa –dice Celina Murga– me aportó ideas e información sobre las reacciones más frecuentes de los niños en los countries. Ver qué pasa cuando ingresan en las casas ajenas, organizando fiestas y en progresión hacia un cierto vandalismo. Pero, durante el proceso, decidí distanciarme del entorno sociológico para ir interesándome en las vidas de los niños, más allá del contexto.

Esos niños están en las antípodas del más famoso entre nuestros prodigios, Rodrigo Noya, que se lució en la miniserie Hermanos y detectives como un adulto en cuerpo ultrapequeño. Ella dice: “Un niño no es actor; existen niños sometidos a situaciones de tener que actuar. No quería niños muy viciados; se trabajó con un registro bien realista. El histrionismo de Rodrigo Noya no es lo que me interesa, ni lo que esta película necesita. Es otra naturalidad la que busco”. A algunos de sus protagonistas de entre seis y quince años los reclutó de los propios countries como Highland o Abril; llegan al rodaje con sus prolijos uniformes, sus flequillos y marañas capilares como recién salidos de la cama; releen sus carpetas con separadores de colores en las pausas, porque hoy mismo uno de ellos tiene un cuatrimestral en el colegio que se sitúa dentro mismo del country que habita. Tienen un rato libre porque el que está filmando es Nacho, que hace del hijo de la mucama, el que quiere entrar y es rechazado porque no tiene autorización de un propietario; la escena sintetiza uno de los pocos contactos con el afuera.

Mientras, los ociosos mordisquean las lentejas y sorben el caldito con desgano, como obligados a masticar lo intragable, pero obedientes al mandato de la entrenadora de actores y cuidadora en términos generales (María Laura Berch): Hace frío, consuman algo, dice. Gastón Luparo se hace notar; fue seleccionado entre los aspirantes del country Abril, alumno aplicado del colegio que funciona allí mismo en la vida real, preocupado porque no tuvo tiempo de estudiar para la prueba que rendirá en un rato. Sacude la melena que una mujer eslava, de ojos cristalinos, le acaba de recortar para mantener la continuidad. “No me gusta”, con un desdén que se expresa en la mirada, mientras se frota las sienes y la nuca, preocupando a la eslava que se estará preguntando: ¿Qué hice mal?

–Nada mal, no hiciste nada mal –consuela la entrenadora María Laura, con ese tonito que amansa fieras y estimula a los niños a comer y estudiar. “Si no les estoy detrás, las mamás me matan, me fusilan”, justifica el celo que le pone a la crianza part time. Aquí en el motorhome en el que los acicalan, mientras se transita un tiempo muerto de los que abundan en toda filmación que se precie de tal, una de las hermanitas Capobianco, Magui, del grupo al que, en la ficción, dejaron solos en el country, se dispone al debate con el hijo dilecto de Abril, barrio privado. Los chicos de barrio y los de country siguen conversando cuando las cámaras se apagan:

Magui Capobianco: Ustedes están cerrados en sus mundos. No necesitan salir de ahí, y eso no es bueno.

Gastón Luparo: En realidad sí necesitamos las cosas del afuera.

M: Está bueno andar libremente por todos lados. Pero tendrías que darte cuenta de cómo son las cosas.

G: Más o menos, no sé.

M: Salir a la calle: esas cosas. Manejarte solo en un ámbito distinto.

Más allá, hay más chicos, risas, discusiones. La primera vez que Celina Murga supo de esa afinidad con la minoría de edad fue durante el rodaje de Ana y los otros: lo que resultó de su relación con Juan Cruz Díaz La Barba (Matías) se ve en pantalla; es como una road movie dentro de la historia iniciática de Ana, cuando la protagonista y el chico de 8 viajan en busca de un novio de la infancia, siempre hacia atrás, convirtiendo un fragmento en un hit, como si se tratara de un corto de humor de gag dentro de una trama menos liviana; en 2007 no repitió la experiencia sino que redobló la apuesta; llenó la historia de otros chicos que, un día antes de dar por terminada su participación, recuerdan los mejores momentos de la filmación, casi todas instantáneas ligadas al acto de invadir hogares ajenos. “Fue fácil: manchamos paredes, sillones”, revive Gastón Luparo. “Entrábamos a las casas; empezábamos a tirarnos ketchup; poníamos electrodomésticos en la bañadera...”, agrega Lucas del Bo, que hace de Facundo. A un tercero, Federico Peña (Quique), el más pequeño del grupo con sólo seis años, le sobreviene una melancolía de esos actos semivandálicos: “Me gustó tirar la pelota contra el televisor, y que mi hermano me cagara a palos”.

Por influencia de los subsidios que no se entregan a tiempo y la dificultad de producción, una filmación de verano (tan cálida y con poca ropa como un cuento estival de Eric Rohmer, tan verde como se recuerda el color hegemónico de Ana...) debió filmarse entre nevadas de una ola polar y temperaturas heladas, más aún en el campo, y a pesar de eso los chicos debían representar la vida de exterior, ayudados por los consejos de la entrenadora, discípula de Nora Moseinco, especialista en hacerlos negar la realidad que ofrecía el contexto áspero. “Les buscaba acciones físicas que los organizaran, para que estuvieran ocupados con pequeñas cosas. Así, el cuerpo se iba habituando. Pero al pibe Nacho (en musculosa, retenido por los guardias al tratar de entrar) se le percibe la tensión en el rostro, ver foto.”

El cambio de escenario es, a esta altura, notorio: si el fin de los ’90 se encargó de eliminar un velo, sellando al nuevo cine argentino con los ámbitos de la miseria, dejándolo entrar a la villa o a la criminalidad urbana, desde Pizza, birra, faso (Adrián Caetano, Bruno Stagnaro) hasta Mundo grúa (Pablo Trapero), descorriendo un tabú, la última oleada de historias de niños ricos se aparta de la facilidad de una bajada de línea, sin exagerar la mueca represiva del guardia de turno (en la escena que toca esta vez), recomendándole marcar una presencia sin recargar las tintas (“porque sería otra película”, avisa una asistente al actor), y se anima a ingresar al country para completar una crónica suburbana que se extiende más allá de los formatos y los géneros. “En mi country –asume uno de los chicos actores, reclutados de la zona– hacemos cosas peores: entrar a un supermercado, por ejemplo, y llevarnos cosas cuando está cerrado.” En el humor de trazo más grueso de Cara de queso (Ariel Winograd), con sus criaturas despedazadas por el sarcasmo de un director dispuesto a derribar su propio tótem, o en la preparación de Una semana solos, hay una misma inclinación a contar con claroscuros: es la demolición de un paraíso, la homologación tardía pero válida de la zona cercada al infierno urbano.

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