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Jueves, 3 de noviembre de 2005

CINE › “TATUADO”, SEGUNDO LARGOMETRAJE DE EDUARDO RASPO

Un adolescente en busca de las huellas de su identidad

Con una excelente actuación de Nahuel Pérez Biscayart, Tatuado se presenta como una road movie que pone en movimiento la relación padre-hijo, pero hacia el final la película se queda en el camino.

 Por Luciano Monteagudo

Son tiempos difíciles para Paco. La mujer de su padre acaba de dar a luz y él, todavía adolescente, no parece saber muy bien cuál es su lugar en el mundo. No es que tenga celos de su flamante hermana (que los tiene, no vale la pena negarlo) sino que ese momento despierta en él un conflicto dormido, latente, pero que nunca dejó de estar allí. ¿Quién fue su madre? ¿Por qué abandonó a su padre? ¿Por qué lo abandonó a él, a su propio hijo? ¿Qué significa ese extraño animal –una mangosta– tatuado en su antebrazo, que fue lo único que su madre le dejó, cuando todavía era un niño? ¿Es un mensaje o un testamento? Porque su madre murió: ésa es la única certeza de Paco. Y para contestar a todas esas preguntas –o por lo menos a algunas– se lanza al camino, sin pedirle permiso a nadie.
Un muchacho, su padre, una ruta, una búsqueda. Los elementos constitutivos de Tatuado –premiada en los festivales de Montreal, Biarritz y Trieste– no podrían ser más cinematográficos, como si invitaran ya desde su planteo inicial a sumarse a esa travesía incierta, cuya única brújula es un gran signo de interrogación. El segundo largometraje del cordobés Eduardo Raspo –el director de Geisha, nueve años atrás– trabaja muy bien sobre estos materiales, al menos en su primera mitad, cuando el film se pone inmediatamente en movimiento y con él sus personajes. En Paco (Nahuel Pérez Biscayart, el hermano de Dolores Fonzi en El aura), la película encuentra inmediatamente un rostro, una actitud, una personalidad: Tatuado es Paco y Paco es Tatuado, una rara combinación de adustez, ternura e ingenuidad.
Alvaro (Luis Ziembrowski), el padre de Paco, pareciera que descubre por primera vez a su hijo en ese viaje, como si antes no hubieran tenido la posibilidad de conocerse mejor. Y parte de ese descubrimiento lo hace a través de Tero (Jimena Anganuzzi), la novia de Paco, que también dice cargar con una historia pesada a sus espaldas, aunque poco a poco Alvaro sabrá que no hay por qué creer en todo lo que ella dice, sino en todo caso prestar atención a lo que hace.
Ese extraño trío por las rutas de la pampa bonaerense es lo mejor de Tatuado, que a medida que avanza en su metraje se va distrayendo por el camino y se vuelve innecesariamente grave o solemne. En el pueblo donde nació y murió la madre de Paco, la película prácticamente se detiene: el chico se va encontrando sucesivamente con distintos personajes que pueden dar cuenta de su madre (sus abuelos, que casi no lo reconocen; el hombre por quien supuestamente abandonó a su familia) y allí el guión se va imponiendo paulatinamente a la puesta en escena. El peso del libreto (como en la escena del monólogo de Antonio Ugo) se hace sentir en exceso y vuelve a desviar la atención hacia el primer comienzo.
Es interesante la idea de que Paco, buscando a su madre, descubra sin embargo a su padre, a quien tenía al lado. Y que su padre, a su vez, lo descubra a él. Pero Tatuado no se decide y hacia el final parece volver a empezar, como si descreyera del vínculo que la propia película comenzó a construir. En esa construcción, es fundamental el trabajo de Pérez Biscayart y Ziembrowski (excelentes ambos), lo mismo que la presencia de Anganuzzi y la cámara de Marcelo Iaccarino, que aprovecha muy bien la tensión entre los espacios cerrados (el auto, los hoteles) y la pantalla ancha.

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Paco y Alvaro frente a frente, reflejados en el espejo de su desconocimiento mutuo.
 
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