Domingo, 10 de febrero de 2008 | Hoy
CINE › EL FENOMENO “BRIGADA EXPLOSIVA”, LA MAS VISTA DEL VERANO
La película de Rodolfo Ledo lidera la taquilla con extrañas nociones sobre sexualidad y turismo.
Por Julián Gorodischer
Este verano la gente llenó sólo algunos cines, más específicamente las 85 salas que exhiben la extraña pieza titulada Brigada explosiva, que corre la misma suerte que otros éxitos de público/ fracasos de crítica como Brigada cola y, aún más lejos en el tiempo, Los superagentes (Delfín, Mojarrita y Tiburón). El escritor Juan José Becerra opinó recientemente que “estos productos de la cultura de masas no dialogan con una crítica que se supone culta”. Para romper esa tradición silenciosa, editó su agudísimo ensayo Grasa (Editorial Planeta), que recorre la estética televisiva desde Tinelli a Roberto Giordano con una ironía nunca basada en preconceptos sino en el colmo de la interpretación. Becerra lleva al límite a cada objeto cultural masivo; lo acorrala, le hace pedir basta, como cuando deconstruyó hasta las interjecciones emitidas por el peluquero en su programa o relevó cada gesto de los enviados de Showmatch por el mundo. Tanto Becerra, que además escribió sobre la entrega anterior de Brigada..., como la escritora Cecilia Absatz, que se entromete con los géneros masivos a través de perfectos simulacros o falsificaciones de folletín que se publican semanalmente como fascículos sobre Grandes amores de la historia, serán lazarillos ideales para encarar el análisis del boom (ver aparte).
Pero antes, se dirá que el superhéroe de Brigada... es paródico debido a su torpeza corporal y a un cerebro homologado al de un gorila que hace las veces de quinto brigadista, y extrañamente se dedica a custodiar el resort internacional, reemplazando a la Bristol o el Delta de los que se ocupaban los Superagentes, como si se quebrantara esa norma implícita que exige a un héroe nacional abocarse a su población. Pero aquí ocurren esas cosas, y otras más raras: la renovación del escenario, por ejemplo, no condice con la inmensa precariedad tecnológica que atañe a los agentes, que utilizan celulares del tamaño de un portafolios, o contraseñas dichas verbalmente y de una sandez como “Pajarito pipí/ pajarito popó”.... Pero lo más curioso es el temor a lo real que se manifiesta, como si Rodolfo Ledo, el director, le escapara a un estilo de actuación, o a cualquier nudo argumental, que implicara “algo de verdad”, es decir de naturalismo, un pequeño destello de credibilidad, y eso hiciera que hasta los pases de humor físico no sean accidentales (algo que se derrama, alguien que tropieza por casualidad) sino buscados, premeditados, llevados a cabo para forzar la carcajada que, curiosamente, igual se dispara en la platea. Otro recurso forzado para generar humor es la vuelta continua sobre una escatología mal trabajada, en el sentido de que no brilla por saturación como en las mejores comedias de los hermanos Farrelly (sin ir más lejos la reciente La mujer de mis pesadillas, que también transcurre en un resort), sino que queda estancada en latiguillos procaces como las nalgadas frecuentes del gorila a los agentes. Lo más llamativo es cómo se invierte el registro actoral (su cohesión y su coherencia) para generar en todos (Emilio Disi, Gino Renni, Bicho Gómez, Luciana Salazar y Toti Ciliberto) una permanente entonación cantada que subraya el artificio de cada intervención, una mueca entre depravada (en los varones) y excitada en forma permanente (en la diva de apellido ilustre) que hace que toda la puesta sea lo más parecido a una maqueta que está en lugar de un original negado, que no se brinda por algún motivo.
La última entrega de la saga de Brigada... reformula antiguas prioridades en géneros de corte masivo: antes los Superagentes enaltecían el valor de la unidad del relato y la secuencialidad narrativa. Aquí, en esta aventura en República Dominicana, se abandonó la escuela clásica para entrar en un terreno de pura fragmentación, lo que para Becerra está cercano a la feria de variedades y hasta se podría trasladar a una exhibición en vivo en un predio como el de la Rural. La sucesión de momentos o fenómenos (la cantante, la cola, los pechos, el mono, el chistoso) no llega ni siquiera a la complejidad del sketch de teatro de revista (por ejemplo, en la obra Cristina en el país de las maravillas, que se exhibe en Mar del Plata) ya que allí por lo menos se trata de pequeñas historias simples y rematadas con clichés como la adicción quirúrgica de Cristina o la tendencia autoritaria de Hugo Chávez, pero con respeto a códigos como el de la representación de personajes o la aparición de un conflicto y su resolución. En Brigada..., los personajes llevan el nombre de los actores; los conflictos no se resuelven sino que decantan, y se enuncian problemas narrativos que no se desarrollaron nunca, como cuando Luli (Salazar) declara sobre el final su prioridad por defender a los humildes del mundo y a bregar por una distribución justa del ingreso cuando de lo que se trató todo el tiempo es de custodiar (mal) el resort de los pudientes. O sea, si la senda argumental iba por el lado de reservarles la tranquilidad a los ricos del resort y luego se proclama una vocación por la equidad social, o bien hay una incoherencia textual o bien se estaría ante una forma novedosa de la contrariedad argumental. La primera opción parece más probable.
El resultado es la eterna lucha contra el verosímil cinematográfico, a riesgo –como dice Becerra– de que lo que se ve pueda dejar de ser considerado como una película, y no se refería a una de Jean-Luc Godard sino a cualquiera de las de Enrique Carreras, efecto que se apoya, en parte, en la construcción hecha por acumulación de requechos, restos de narraciones antiguas, imaginarios obsoletos sobre homosexuales, los negros (aquí: todos piratas) y las mujeres gordas, a las que se les sigue diciendo lechonas, previo a cualquier atisbo de corrección política. Todo viejo, ni siquiera retro, aquí donde las naves de los agentes son lanchas gastadas, el camuflaje es un raído traje de Papá Noel, el detector de objetos perdidos o robados es una rama seca, las tortas son como de pizzería e incluso el supuesto mono (a falta de uno amaestrado y querible) es una criatura espantosamente obsesionada con las colas y los bultos, vestida con traje de cotillón como uno adquirido en Once (según se estima, a juzgar por las costuras a la vista y la dureza del pelaje). Pero lo que subraya el atado con alambre, mucho más que todo lo enumerado, es la comprobación dada por los furcios y las miradas a fuera de campo, o por los diálogos pisados, de que en ninguna de las escenas registradas hubo margen para una segunda toma.
Por último, se impone una mención a la extrema complejidad que adquiere la representación de la sexualidad humana (e incluso la animal, considerando al mono) en esta pieza. Aquí se nota una evolución, que no es un mejoramiento sino la capacidad de remozar la cuestión con respecto a sus formas precursoras (en otras Brigadas o en las de los Superagentes), donde por lo general la obsesión primaria y excluyente era del protagonista por una morena de buena delantera. El recurso se llevó al extremo en una producción como Papá se volvió loco, con Guillermo Francella, en la cual el viajero dejaba a su mujer por una negra, y estaba a punto de no volver a casa. Pero aquí, la Salazar merece apenas unos piropos fríos y, en cambio, el deseo adquiere formas imprevistas, cuando acontecen crisis constantes de la virilidad de los agentes ante los avances del mono o el conserje afectado, en vez de la mina infartante que antes centralizaba la excitación. En Brigada explosiva, el resort deja de ser el emblema del turismo sexual, como sí pasa en la genial Bienvenidas al paraíso, de Laurent Cantet, y se abandonan consideraciones a priori como que el negro y la mulata son proveedores excluyentes de sexo casual o pago (aquí en cambio son agresivos piratas) y hasta se desconoce la hipérbole sexual que fomentaron otras apariciones de Luciana Salazar, como cuando mostró los pechos en una entrega de premios MTV, bailó semidesnuda en la revista marplatense o le puso voz sexy al personaje de Cachorra en Isidoro. La novedad en el plano de la representación del deseo es la satisfacción alcanzada por los varones en el trato que se dispensan o que desarrollan con el mono, con muchos recursos prestados por el catch (la máscara gestual, el roce, la caída, la pelea hecha de caricias), como si existiera cierto pudor en añadir a las imágenes de ámbitos paradisíacos de esa costa caribeña un sexo abundante y gozoso, y entonces –porque los tiempos cambiaron– Ledo distanciara a Disi y compañía de las performances voluptuosas de Olmedo y Porcel y todo quedara en la carcajada de mandíbula saliente, el babeo, la nalgada a cargo del mono y el gestito de uno de ellos que parece agradecerle, o admitir un cierto gusto, como si se le entregara un consuelo al pobre espectador veraniego porteño al que una mente creativa detrás de Brigada... imagina saliendo transpirado a caminar, por ejemplo, por Lavalle. “Ves –se escucha imaginariamente–, vos te quedaste en la Buenos Aires infernal pero al menos no te toca el culo el mono”.
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