PLASTICA › BIENAL DE ARTE CONTEMPORANEO DE LYON 2005
El arte en el tiempo
Creada en 1991 en la ciudad de Lyon, se trata de una bienal temática que en esta edición toma como eje la cuestión del tiempo en el arte. Panorámica de una gran exposición que sigue hasta fin de año.
Por Fabian Lebenglik
Desde Lyon
Cierta vez, hace veinticinco años, hipnotizado frente a la larga colección de óleos de William Turner que se exhibe en la Tate Gallery de Londres, quien firma estas líneas se distrajo por los movimientos ampulosos de un guardia de sala que manipulaba ostensiblemente un cronómetro. El guardia se sintió interrogado por la mirada inquisitiva de este cronista y entonces me explicó su ansiedad cronométrica: “Estoy midiendo cuánto tiempo se detiene cada visitante frente a un cuadro de Turner y he llegado a la conclusión de que el promedio es de siete segundos... ¿A usted le parece? ¡Sólo siete segundos ante un Turner!”
La relación entre el arte y el tiempo es constitutiva de la experiencia artística. En principio para él cuenta el tiempo que se toma la mirada del visitante ante la obra, pero también –por supuesto– del tiempo de realización del artista y del tiempo implícito y contrastante entre el presente del artista y su obra ante el presente del espectador: distintos y distantes presentes relativos, que difieren tal vez en meses, años o siglos.
La Bienal de Lyon, cuyo director artístico es Thierry Raspail –director del Museo de Arte Contemporáneo de Lyon– y sus curadores Nicolas Bourriaud y Jérôme Sans –codirectores del Palais de Tokio, en París– tiene como tema central “La experiencia de la duración”. Por lo tanto, el tema rector de la convocatoria y las exhibiciones es el concepto de temporalidad.
La cuestión del tiempo es un tema del arte occidental desde el comienzo del Renacimiento. No sólo el tiempo al cual se refiere la obra sino que a medida que avanza la concepción renacentista, la temporalidad se vuelve una cuestión autorreferencial al punto de que cada vez son mayores las señales anacrónicas que aparecen en las obras. El anacronismo inscripto ex profeso en la obra de arte implica un juego de tiempos en el que se superponen temporalidades que anteceden y exceden a la obra, así como también se vuelcan “datos” visuales contemporáneos a la realización. Desde esta perspectiva, hay obras que suponen pasado, presente y futuro en un intento por controlar la variable del tiempo en el interior mismo de las obras.
La velocidad, la aceleración y por contraposición, la lentitud y la pausa, son temas centrales del arte moderno y contemporáneo y en esta Bienal se vuelve sobre tales cuestiones a través del concepto de “duración”.
Por otra parte, la simultaneidad de temporalidades resulta muy apropiada para la ciudad de Lyon, donde dos mil años de historia conviven simultáneamente, desde la conservación casi intacta de un anfiteatro y demás construcciones del período galo-romano, pasando por el Vieux Lyon (Viejo Lyon) hasta la ultrasofisticada y recientemente construida Cité International (al Norte de la ciudad, concebida por el célebre arquitecto Renzo Piano), en donde está emplazado el Museo de Arte Contemporáneo, sede organizadora de la Bienal.
Para más datos Lyon es el centro gastronómico de Francia y sus contrastes sociales en relación con los inmigrados llevaron a que, durante las jornadas de protestas y destrozos de hace un mes, fuera escenario de violencia, especialmente suburbana.
La nueva edición de la Bienal se reparte en cinco sitios connotados de la ciudad, con suficiente distancia entre sí como para lograr que el visitante de las exposiciones termine conociendo la ciudad y atravesando una y otra vez la ciudad vieja y el río Ródano, dos de los lugares más bellos de Lyon.
Los cinco lugares de exposición son El Museo de Arte Contemporáneo al que se llega navegando hacia el norte con una navette fluviale gratuita. En el Museo se encuentran las obras más reposadas, más evidentemente museísticas. Grandes instalaciones del célebre Daniel Buren (placas de acrílico translúcidas, de varios colores, que el artista va quitando y cambiando día a día) o una instalación de Brian Eno –el músico que acompañó a David Bowie, Roxy Music o Robert Fripp, autor de música ambiental para aeropuertos hace casi treinta años, quien es también artista plástico–. En este último caso, a pesar de las expectativas, la gran instalación –una proyección de luz sobre superficies geométricas móviles suspendidas en el gran espacio de la sala– resulta decepcionante, fría y vacía, aunque de gran complejidad y precisión técnica. Se destaca la película del artista local Mélik Ohanian (Lyon, 1969, proyectada en seis pantallas simultáneas). A partir de un accidente, en el que coinciden todas las pantallas, las imágenes toman luego diferentes caminos, puntos de vista e historias, a través de seis tomas de veinte minutos cada una, sin montajes y sin cortes, pero que avanzan gracias a sabios movimientos de cámara.
El espacio La Sucrière, un enorme galpón portuario al sur de la ciudad, a orillas del río, reciclado para la ocasión. Aquí la configuración estética se parece bastante a lo que fuera la sección del Aperto en la Bienal de Venecia: una construcción árido semiabandonada en donde se coloca casi todo lo experimental, al modo de una suerte de kermesse posmoderna. Allí el público hace larguísimas colas, familias enteras que entran al lugar donde el arte se presenta como un entretenimiento (por más que algunas de las obras resultan inquietantes y en absoluto entretenidas). Una de las obras más características de esta sede es la gran jaula construida por Kader Attia (Dugny, Francia, 1970). Se trata de una enorme plaza artificial enjaulada, llena de niños jugando (muñecos en tamaño real) y de palomas vivas. Pero como los niños están hechos de cereales, las palomas –presentadas como ratas con alas– se los comen poco a poco, hasta dejarlos tirados, consumidos, mutilados. Resulta impresionante ver a las palomas gordísimas, posadas sobre los muñecos como si fueran buitres. Los organizadores recibieron varias cartas de queja por esta obra, pero no por lo inquietante de las imágenes, sino para pedir la libertad de las palomas (que por otra parte están muy bien alimentadas y provienen de criaderos).
Otra de las sedes es el Instituto de Arte Contemporáneo de Villeurbanne. Allí se presenta un conjunto de obras muy expansivas, expresivas y polémicas, que reflexionan no sólo sobre lo artístico, sino también sobre lo social y político. En esta sede se puede ver desde un film de Yoko Ono, pasando por grandes trabajos del grupo General Idea, hasta las disparatadas y ácidas historietas de Robert Crumb. El Instituto luce paredes salpicadas, chorreadas de pintura, espacios tomados, graffiti, colores chirriantes, toda una visualidad que lo transforma en un espacio muy vivo y en combustión (artística).
La cuarta sede es el llamado “Rectángulo”, de la bella plaza Bellecoeur, allí hay una muestra unipersonal del belga Wim Delvoye, de cuyo trabajo me ocupo más adelante.
Finalmente, en el Fuerte Saint-Jean se presenta una programación cinematográfica centrada en el cine de los años setenta. Los ’70 representan un núcleo fuerte de toda la Bienal porque de algún modo, en medio de una época tan conservadora como la actual, los curadores intentan llamar la atención sobre la contracultura del hippismo y su producción artística.
Tanto Bourriaud como Sans sostienen la perspectiva de que la obra de arte es fundamentalmente un acontecimiento antes que un monumento o un testimonio y que la(s) estética(s) es (son) también una cuestión de energía. En este sentido se tuvo en cuenta para la convocatoria a las distintas exposiciones el legado del arte conceptual y el movimiento Fluxus (desde los históricos Yoko Ono, Erik Dietman y Dieter Roth, hasta los más actuales Surasi Kusolwong y John Bock) para quienes el tiempo de realización artística es inseparable del tiempo vital.
Para definir el tipo de artistas y cruces artísticos elegidos, Bourriaud y Sans prefieren hablar de experiencias de “larga duración”, que no es sinónimo de lentitud (lo cual implicaría un juicio de valor sobre el tiempo), sino de la dimensión del proyecto. Aquí se habla más bien del tiempo que toma un proyecto, el tiempo necesario para su desarrollo, que hoy es importante de definir como defensa ante la expansión del zapping.
La Bienal de Lyon se propone como una Bienal transgeneracional, en la que puede verse a jóvenes artistas con otros absolutamente consagrados y también con reconocidos artistas en plena producción, ya establecidos, porque la idea es construir puentes entre las décadas del sesenta y setenta con la actualidad.
La experiencia de la duración también supone obras que requieren un tiempo de contemplación y participación predeterminados por parte del artista hacia el espectador. Así se busca un encuentro entre la generación de un acontecimiento artístico en el que el tiempo de la obra de arte y el tiempo del espectador confluya en temporalidades compartidas.
Dos de los artistas que llevan al extremo la cuestión del tiempo son los californianos Terry Riley (1935) y James Turrell (1943); este último no sólo invitado a la Bienal sino también presente con una extraordinaria muestra individual histórica en el Museo de Arte de Grenoble (al sudeste de Lyon, a una hora y media en tren).
En varios casos las obras seleccionadas fueron realizadas por los artistas como procedimientos para registrar el paso del tiempo mientras no hacían arte. En este sentido hay una continuidad insoluble entre arte y vida. Del mismo modo, muchas de las obras exhibidas han resultado pequeñas epopeyas de largo aliento, en cuya realización los artistas se tomaron muchos años. También hay obras fugaces, que implican una utilización intensiva de la temporalidad. Entre los trabajos de realización prolongada una de las obras de Erik Dietman le llevó una década, entre 1965 y 1975; otra de las piezas resulta explícita desde su título en cuanto al tiempo de desarrollo y ejecución “Cuatrocientas medias horas de dibujo diario”, de Robert Malaval. El belga Wim Delvoye (1965), único artista del espacio Rectangle, se tomó una década para reunir la colección de etiquetas de una marca de quesos. Su obra El origen de las especies funciona como una reflexión visual e ideológica de la relación entre biología y capitalismo, a través de la historia de una etiqueta y del desarrollo de una marca.