PLASTICA › MUESTRA DE ALBERTO DELMONTE EN EL MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES
La coherencia constructiva
Del medio siglo que el artista les viene dedicando a la pintura y la escultura, la muestra presenta un recorte de la abstracción constructiva de los últimos veinte años.
Por Fabián Lebenglik
El Museo Nacional de Bellas Artes presenta una retrospectiva de Alberto Delmonte (Buenos Aires, 1933) que abarca los últimos 20 años de producción del artista: pinturas, esculturas y objetos en la senda del constructivismo rioplatense, a los que se suman algunos dibujos de los años setenta.
La formación de Delmonte comienza a fines de la década del cuarenta con el pintor Marcos Tiglio, luego sigue, a mediados de los años cincuenta, con el escultor Carlos de la Cárcova. También estudió historia del arte con Julio Payró.
A comienzos de los sesenta se relaciona con discípulos del Taller Torres García y se familiariza con los principios del constructivismo. A mediados de los años sesenta estudia Fundamentos Visuales con Héctor Cartier.
Si bien comienza a participar en exposiciones colectivas y grupales en la década del cincuenta, sus primeras muestras individuales datan de fines de la década siguiente: en 1967 y 1968 presenta dos individuales en la galería Van Riel. Y en 1971 realiza una muestra personal en Montevideo (galería Moretti).
Desde entonces participó de casi trescientas exhibiciones individuales, grupales y colectivas, en la Argentina, América latina y Europa.
Entre 1989 y 1994 formó parte del grupo El Ojo del Río, junto con Julián Agosta, Adrián Dorado y Adolfo Nigro.
Como escribe Alberto Bellucci, director del Museo Nacional de Bellas Artes, la obra de Delmonte “se nutrió con estudios de filosofía y de culturas aborígenes y precolombinas y culminó con el conocimiento de las obras constructivas de Torres García. Por el camino fueron quedando las jugosas figuraciones pintadas entre los años cincuenta y setenta. Este rico proceso de asimilaciones y experimentación personal condujo a Delmonte a los terrenos de la abstracción, a los que adhiere definitivamente desde principios de la década del ochenta”.
En la tradición del constructivismo teorizado por Torres García se advierte una doble articulación. Por una parte, la relación entre las culturas llamadas “popular” y “culta”, funcionando en relativo equilibro en el marco de la teoría. Por otra parte, la relación de vasos comunicantes entre lo universal y lo regional. En el ideario constructivista la identidad regional toma forma en el diálogo con lo universal. Aquí entra a tallar el concepto de estructura como un dato clave de su poética.
La noción de estructura se basa en una tradición epistemológica que postula el carácter innato de ciertas categorías rectoras de la percepción, las cuales determinan una serie de predisposiciones del pensamiento según reglas muy generales. En el marco de esta teoría –de la que puede trazarse un camino que parte del innatismo de Platón, pasando por el de Descartes, luego el de Kant, hasta llegar, en la actualidad a la concepción de innatismo sostenida por Noam Chomsky–, las ideas innatas moldean y dan forma a la experiencia.
“Hubo un momento –cita Delmonte a Torres García en el catálogo de la exposición– que se creyó, en que cualquiera, si tenía genio, podía crear algo sin precedentes; y esto no es cierto e históricamente puede probarse. ¡Por cuántas cosas estamos formados!...” Otra cita de Torres, donde se articula la identidad con lo universal: “Pues bien, lo cierto es eso: que ningún arte ni movimiento es obra de un hombre. La humanidad es una y, cuando pasa, es obra de todos...”
En este mismo sentido, Delmonte también cita, de Rudolf Arnheim: “Algunas veces se ha considerado erróneamente que la imaginación es la invención de una nueva materia temática. En realidad, lo que la imaginación artística crea podría definirse más correctamente como el hallazgo de una nueva forma para un viejo contenido”.
En la obra de Alberto Delmonte la estructura tomada del constructivismo actúa como una red sobre la que se distribuyen, componen y recomponen los elementos básicos como la forma y el color.
Así, el pintor y escultor establece una suerte de alfabeto visual, con los componentes que se van repitiendo de una a otra obra, integrando un todo que las excede. Signos, líneas, puntos, flechas, cruces, etc., conforman un breve repertorio –que, como todo alfabeto tiene componentes limitados pero gran capacidad combinatoria– que flota y se distribuye sobre una paleta de colores terrosos, en un camino sin fin que va de un cuadro a otro. La estructura básica es flexible y dinámica, de modo que admite recomposiciones y versiones continuas con ese alfabeto que en parte se debe al artista y en parte éste combina con elementos de las culturas precolombinas.
Desde los primeros trabajos de mediados de los años ochenta hasta los últimos, pintados en 2005, la obra de Delmonte es reconocible en su coherencia y continuidad, en su cuidada factura y sutiles variaciones.
Delmonte, en la línea de Torres García, reflexiona en el catálogo: “La religión y el arte tienen un mismo componente en tanto y en cuanto el artista asume el carácter de mediador. ¿Qué quiero decir con esto? Que el creador puede ser un mediador entre la obra realizada y el mundo de lo sagrado, entre lo espiritual y lo material, posibilitando así que de su trabajo nazca una creación que será una contribución para el desarrollo de la imaginación e interioridad humanas”.
La exposición, curada por Isaac Lisenberg, incluye alrededor de medio centenar de obras y funciona como un escalón hacia la retrospectiva que se propone organizar el Palais de Glace el año próximo con la obra realizada por Delmonte desde los años cincuenta hasta el presente. (Museo Nacional de Bellas Artes, Av. del Libertador 1473, hasta el 3 de septiembre.)