PLASTICA › EXPOSICIóN DE PéREZ CELIS EN EL MUSEO NACIONAL DE BELLAS ARTES
A siete años de la muerte del pintor, el Museo Nacional de Bellas Artes presenta una amplia exposición con más de setenta obras de impronta americana, realizadas en diferentes épocas del artista.
› Por Cristina Rossi *
Pérez Celis, testimonio americano es una exposición que rastrea la impronta americana que este artista imprimió en su vocabulario plástico. El guión curatorial prioriza el trabajo sobre el gesto, la materia y el color, sin desatender su vocación por instalar su obra en la vida cotidiana mediante la importancia que les otorgó al arte público y a la obra múltiple (tapices, grabados, ilustraciones de libros, diseños, etc.). A través de una selección de más de 70 trabajos realizados en diferentes épocas y soportes, esta muestra intenta abrir un espacio para releer la singular matriz americana que Pérez Celis imprimió en su poética.
A lo largo de su vida, este artista fue un viajero incansable. Un mapeo de esos viajes muestra que, haciendo centro en Buenos Aires –donde había nacido en el verano de 1939–, fue dibujando un itinerario que, a fines de los 50, lo llevó cerca de un año a Montevideo; en 1963 se instaló casi dos años en Lima –desde allí llegó al Cuzco y Machu Picchu– y después fue un asiduo visitante de los campos de Quemú Quemú, en la provincia argentina de La Pampa. Más tarde, se dejó seducir por el relieve escarpado de Caracas, por la ribera del Sena en París, el ajetreo de Nueva York y, finalmente, recaló en Miami. Su sensibilidad interpretó cada uno de estos escenarios y de todos supo llevarse algún signo emblemático. Los soles otorgaron su nota peculiar al regresar de la costa uruguaya –donde veía el espectáculo de la puesta sobre el río de la Plata–,la simbología incaica le dio el tono a la pintura de los primeros años 60 y, pronto, sumó la fuerte horizontal que no abandona al viajero dispuesto a recorrer la pampa argentina.
Precisamente, esa preocupación por expresar los rasgos americanos en los primeros años 60 –cuando el arte argentino comenzaba a tomar una vía de internacionalización vinculada al desarrollo del pop, los happenings y las poéticas que tendían a alejarse del cuadro de caballete– instala la pregunta acerca de por qué Pérez Celis se interesó por profundizar el trabajo sobre las raíces americanas.
La investigación realizada para esta exposición reconstruye su círculo de afinidades, nucleado alrededor de Rafael Squirru y las ideas sobre el Hombre Nuevo. Hacia mediados de los años 50, Squirru y el poeta Fernando Demaría habían comenzado a frecuentar a Leopoldo Marechal, quien también sostenía la idea de renovarse a partir de una invitación a quitarse los ropajes del hombre viejo para vestir al “hombre nuevo”, según la tradición cristiana de San Pablo. En ese entorno, estas ideas tenían implicancias de raigambre americana.
Por esos años Squirru impulsaba a varios grupos de jóvenes, como el Grupo Sí de La Plata, el Grupo Sur de Barracas, el Grupo Informalista y el Grupo 8 de Montevideo (formado por Lincoln Presno, Testoni, Pavlotzky, Spósito, García Reino, Verdié, Pareja y Carlos Páez Vilaró). Como director del Museo de Arte Moderno, Squirru manifestaba que ése era un sitio de apoyo a una idea de Hombre Nuevo que involucraba la fuerza del espíritu americano que, desde cada una de las orillas, ya había sido manifestada por José Hernández y Zorrilla de San Martín. En este marco, en 1959 organizó una gran exposición sobre pintura rioplatense en la que incluyó al grupo montevideano, tras la cual Pérez Celis –invitado por Páez Vilaró– viajó y se instaló en Uruguay.
En Montevideo nació su primer hijo, cultivó la amistad de los artistas del Grupo 8 que se proponían como una alternativa a la tradición de Torres García, aunque no habían adoptado una estética en común y, también, participó en la exposición del Movimiento Arte no Figurativo que se realizó en el Subte Municipal en 1960. Su pintura de esta etapa, de carácter óptico-geométrico, respondía al impacto provocado por las teorías de la Gestalt y a la exposición del artista húngaro Victor Vasarely, que había llegado a Buenos Aires en 1958.
La muestra que hoy se puede recorrer en el Museo Nacional presenta cuatro obras de este período que dan cuenta de esa intención de expresar el movimiento virtual, la importancia de la tecnología (Movimiento en varias dimensiones y Máquina) y, también, de su trabajo en el Uruguay, ya que algunas se titulan o están firmadas en Montevideo. Sin embargo, al regresar a Buenos Aires, la pintura de Pérez Celis comenzó a incluir formas que evocaban la simbología indoamericana a partir de pinceladas quebradas y matéricas. Esta exposición no sólo reúne un significativo grupo de obras de este período –en el cual también viajó y se estableció casi dos años en Lima– sino que reproduce parte del mural Fuerza América y presenta el video que registró ese trabajo realizado en 1962 con la colaboración de su hermano Jorge y de César Sondereguer.
Desde mediados de los 60 la obra de Pérez Celis tuvo un vínculo importante con la literatura, tal como reflejan las series de obras grabadas que acompañaron el poema Anatonia, de Carón, y Pampa roja, de Demaría. Sus incursiones en el paisaje de la pampa húmeda dieron lugar a las visiones del horizonte, las puestas de sol, los amaneceres y la perspectiva de los caminos con alusiones a las raíces culturales, como Pampa roja, visión de los campos cubiertos por la morenita, que enrojece en el otoño. Sin duda, en la serie de la pampa blanca de finales de esa década logró una interpretación singular, como se observa en Consagración a la luz y a la vida, que puso en el centro el sol americano y su luminosidad, sobre el que Squirru escribió que no solo partía del círculo, sino que admitía la belleza del acento oceánico y la expansión de sus rayos.
En 1977 se radicó en Venezuela, donde instaló su taller en las Colinas de Bello Monte. La horizontalidad pampeana cedió frente al fuerte movimiento ascensional marcado por las montañas y los rascacielos del valle caraqueño. La luz caribeña transformó el color y sus pinturas recobraron la gestualidad informal y al valor pictórico de la superficie. En esa sociedad Pérez Celis percibió que la población repartía sus orígenes entre las vertientes indoamericana, euroamericana y afroamericana; hecho que por un lado le permitió valorar la diversidad de sus tradiciones, vínculos ancestrales y religiosidad y, por otro, lo llamó a considerar que era necesario evitar que su testimonio continental se detuviera en el pintoresquismo tropicalista.
Cuando Pérez Celis sintió que su peregrinaje no terminaría en Caracas, emprendió una nueva etapa instalándose en París. Las recorridas por los museos franceses le despertaron el atractivo de los dorados a la hoja de las obras bizantinas y le sirvieron para pensar que, así como en las antiguas culturas europeas, el uso de metales también había tenido una función expresiva para los pueblos indoamericanos. Pérez Celis comprendió que, lejos de apelar al folklorismo, en su intento por descifrar las raíces americanas podía aludir a la plata del Perú y al oro de Colombia desde las texturas de la superficie y en el marco de una pintura de alcances universales.
Luego de recibir una invitación para exponer en Estados Unidos, en 1983 tomó la decisión de trasladarse a Nueva York. Pronto expresó que en esa ciudad “palpitaba con particular incidencia cierta fuerza energética del continente americano, que se irradia desde la Patagonia hasta Canadá”. En su obra ingresó una fuerte gestualidad, empastes o chorreaduras con los que continuó captando la espiritualidad americana.
La pintura Sur-Norte, elegida para cerrar el recorrido planteado en el Museo Nacional de Bellas Artes, funde las coordenadas de la Cruz del Sur –atributo del Hombre Nuevo predicado en los años 60 por Rafael Squirru– y el gesto identitario proclamado por Joaquín Torres García en 1935 al expresar “Nuestro Norte es el Sur”. Pintada en 2005 –hacia el final de su trayectoria ya que falleció en 2008– esta obra no sólo subraya la vitalidad de aquellas ideas, sino la convicción que Pérez Celis mantuvo a través del tiempo.
En cierto modo podría pensarse que su itinerario plástico acompañó los debates que atravesaron la segunda parte del siglo XX sobre nuestra identidad, que transformaron la noción sustancialista por otra que plantea pensarla como una construcción, mientras las fronteras se fueron desdibujando y ya no fue central si el artista latinoamericano estaba trabajando frente al Sena o en el altiplano.
El Museo Nacional editará un catálogo que incluye ensayos de José Emilio Burucúa, Sandra Szir y de quien firma estas líneas, una cronología documentada e ilustrada por Milena Yolis y ofrecerá visitas guiadas especialmente diseñadas para adultos y para niños.
En el MNBA, Av. del Libertador 1473, hasta el 22 de noviembre.
* Doctora en Teoría e Historia del Arte. Profesora de Arte Latinoamericano en la UBA y Untref. Curadora de la exposición.
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