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Martes, 6 de marzo de 2007

PLASTICA › EL LIBRO “MAESTROS ARGENTINOS”, COMPILADO POR DIANA AISENBERG

Sobre la institución del maestro

A través del análisis de grandes figuras del arte nacional, investigadores, artistas y críticos discuten en este libro recién publicado la noción de “maestro” en la actualidad.

 Por Tulio de Sagastizabal *

El tema del maestro es muy complejo. Sobre todo para alguien que además enseña y tiene alumnos y discípulos. En consecuencia, he tratado de centrarme en lo que me llamaba particularmente la atención: en la manera en que el significante “maestro” se reinsertaba en el tiempo contemporáneo.

Acerca de la palabra maestro en la tradición de las artes visuales, recuerdo muchísimas historias. Historias plenas de otras historias. Como una puesta en abismo que nos arrastra a múltiples orígenes, seguramente divergentes. Me gustan mucho esas historias. Y cuanto más se acercan a un modelo de tradición oral y funcionamiento, lisa y llanamente me hipnotizan. Pero hay otros que han de saber mucho más acerca de esto y que podrán recordarnos largamente historias de gremios medievales, anécdotas de maestros budistas y de tantas otras apariciones agradables, sorpresivas y hasta espectrales de la figura del temido, amado y denigrado maestro.

Hablando de historias diría que esta pobre figura del maestro sin duda ha debido cargar sobre sus hombros con el peso de grandes continuidades históricas: una carga grave si se considera el quantum de arbitrariedades, omisiones y caprichos que esas continuidades resumen con frecuencia y al unísono de sus construcciones ejemplares. Luego, como en una tentación bíblica, pareciera que siempre estuviéramos girando nuestras cabezas. En el gesto aprendido de mirar hacia atrás, curiosos, intrigados, buscando dibujar nuevas genealogías o argumentos que expliquen, o autoricen y que nos ayuden a comprender por qué queremos lo que queremos. Recordando incluso que la enfermedad de las cadenas ha tenido siempre apasionadas adhesiones.

Cada época sueña la siguiente, pero al hacerlo revisa la anterior –dice Hal Foster–, y querríamos agregar que revisamos, sí, y damos vuelta toda la casa, también. Porque es tan dominante el sentimiento de inestabilidad y precariedad, que cualquier posición supone, en estos momentos (y así es para mí sin dudas) que simplemente debemos debatirnos entre el deseo y la curiosidad de conocer todo o no conocer en absoluto. Ninguna expectativa ahora, entonces, de encontrarse con una versión reducida y prolija que nos explique de un modo breve y convincente ésta o cualquier otra historia que nos interese. Pienso entonces que cuando nos hacemos la pregunta “¿y los maestros, qué?” estamos intentando pensar en un después de un después. Que es tan diferente y múltiple para cada cual que se dificultan enormemente los acuerdos y las afinidades. Así, se complica mucho cualquier reconocimiento estable, detenido, hasta volverse incierta la posibilidad de considerar un panorama común, siquiera un panorama. Porque ya son remotos los días en que un artista buscaba una inscripción voluntaria en una determinada genealogía como un modo de identificarse y poder deletrear un programa futuro y algo de esa atemporalidad es extrañable porque era profundamente tranquilizadora esa sucesión que establecía una inteligibilidad del devenir, incluido un cierto orden de rupturas. La ausencia de esa inteligibilidad es uno de los datos más difíciles de aceptar en nuestra contemporaneidad. Porque la espacialidad presente nos provee de un sinnúmero de conflictos asociados a la urgencia de la simultaneidad, la permanente presentización, la acumulación de un stock de “ahoras” imposible de asimilar en su totalidad.

Pero es en este contexto de ampliación desmedida del campo de experiencia, donde nos encontraremos con vías que nos reconducen al encuentro de unos problemas y necesidades tal vez homologables a los que demandaron anteriores reencarnaciones del significante “m” y quisiera entonces poner atención en los fenómenos cuya presencia y derivaciones me resultan más atractivas y conflictivas hasta el momento. Son la distancia crítica y el valor de autoridad.

Si existe un núcleo duro del arte no hay que buscarlo en el sujeto, en el artista, en su deseo de expresarse y comunicar, sino en la obra, en su singularidad radical, en su irreductibilidad a una única identidad, en su carácter esencialmente enigmático. “El arte no puede disolverse nunca en la comunicación porque contiene un núcleo incomunicable”. Esta es una cita de Mario Perniola.

Estas definiciones me han ayudado mucho a comprender qué significados tiene una toma de posición de esta índole. Contribuye a redefinir qué es, en última instancia, lo valorable de una obra. Atento a en qué acontecimiento deberíamos estar, alrededor de qué núcleo de valoración podemos movernos con nuestras capacidades reflexivas. Pero creo que es, a la vez, una señal sobre el cuidado que debemos tener a propósito de la condición de precariedad de toda hegemonía, de la natural circunstancialidad de cualquier código.

“El arte es afín a lo real, con lo que comparte la áspera y ardua inconveniencia”, concluía la cita anterior. Pero como decía un poco antes, la saturación actual hace muy delicada cualquier operación de diferenciación si deseamos comportarnos con responsabilidad. Y reclama estar atento tanto a la banalidad de discutir que algo es o no es arte, como a no ser indolente ante el agobio de tantas tautologías complacientes. Las certezas circunstanciales propias, como fueron llamadas mucho antes de ser tal lo que son. Así podremos movernos despiertos entre una uniformidad en la que nada está lejos ni cerca y otra banalidad de lo que es igual a sí mismo. Puesto que, si bien el eclipse de la instancia crítica se puede apreciar como un potencial liberador, también es cierto su potencial como estimulador de los fenómenos espectaculares. Tal vez aquí –y de hecho creo que así ocurre– el significante “m” vuelve a reinsertarse en el contexto de la práctica artística como una herramienta para utilizarse. Que es, en realidad, imprescindible en el desarrollo de una política para la capacidad “diferenciadora” y, en consecuencia, una herramienta decisiva para una política de la multiplicidad.

Valor de autoridad. Ver el conocimiento y el arte como una serie de opciones y decisiones, dice Edward Said. Resulta entonces que ubicaríamos al significante “m” como una figura necesaria a la hora de considerar la construcción de una serie alternativa de significado. Pero, por su propia centralidad, este signo no puede evadir su condición de autoridad: de un modo u otro estará presente en la escena como espejo, como dato pleno de unicidad. Es paradojal, entonces, su realidad, pues ayuda a construir un espacio con su plena autoridad allí donde una función esencial de su condición sería su valor de desautorización. Dado que ocurre que el significante “m” sólo puede conservar una autoridad significativa al estar en condiciones de señalar la posibilidad decadente de todos los modos de constituir. Desplazamientos, corrimientos, reversiones y todo otro medio de pérdida o recuperación a los que echamos mano, para conservar la alternativa de poder ceder a la tentación de lo efímero.

Paradójicamente, entonces, el significante “m” conservará su autoridad por su posibilidad disolvente. Y esto, desde luego, lo hace entrar en una relación de conflicto con escuelas y academias, con todo cuerpo institucional que ocupe el lugar de órgano de la ley en este campo. Como habrá de entrar en conflicto, con seguridad, con cualquier figura que se instale en la permanencia de una condición de poder. Pues, por humilde que parece esa simple serie de opciones y decisiones de la que hablaba Said, recuerda fuertemente el aleteo de una mariposa lejana.

¿Qué posibilidades, entonces, para nuestro modesto significante “m”? Primera alternativa: localización en nichos provisorios, siempre inestables, en las pocas acogedoras instituciones locales. En esto ya hay mucha experiencia, desde luego, pero no soy en absoluto el indicado para hablar de ello. Nunca he enseñado en una escuela...

Segunda alternativa: seguramente permanecerán en uso las prácticas irregulares a las que estamos acostumbrados. Y espero que así sea. Como fresca emergencia de la resistencia de un campo hipersensibilizado y muy sometido a prácticas autoritarias. Cabría aquí una apropiada digresión, acerca de mi voluntad de identificar esa figura de francotirador que gusta a Said para los intelectuales, con la que es uno entre otros de los posibles anclajes del significante “m”. Que siempre se me ocurre corrosivo.

Finalmente, una idea que no quise dejar de anotar. Es una cita de Jean-François Lyotard: “En el arte, como en el pensamiento, hay un objetivo: el deseo de significar hasta el límite la totalidad de los significados”. Estamos moviéndonos en la brecha que existe entre convicciones sumamente disímiles, históricas y actuales. Unas pueden ver el arte como un simple juego de engaños e iluminismo; y en otros, por el contrario, existe una fe –que aún perdura, de modo un poco sorprendente– en el arte como una manera trascendente de experimentar un conocimiento muy sublimado. Sigue en pie la actualidad de un pensamiento que reconoce en la práctica artística la puesta en marcha de un saber y un aprendizaje que son sustanciales para nuestro propio reconocimiento. Este es, en la confusión de nuestra realidad, un dato cierto para el fortalecimiento de cualquier deseo de autonomía.

* Pintor y docente. Miembro del directorio del Fondo de las Artes. El texto integra el libro Maestros argentinos, compilado por Diana Aisenberg (Libros del Rojas), donde se transcribe el ciclo realizado en el Rojas en 2005. Participan además Roberto Amigo, Rafael Cippolini, María Teresa Constantin, Gabriela Francone, Mario Gracowczyk, Mónica Girón, Ana Longoni, Cristina Rossi, María Spinelli, María Inés Tapia Vera y Diana Wechsler.

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Montaje de la ilustración de tapa del libro.
 
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