Miércoles, 15 de febrero de 2006 | Hoy
DISCOS › LO ULTIMO DE BRAD MEHLDAU
Day is Done es uno de los grandes discos del mejor pianista de jazz de la era post-Jarrett.
Por Diego Fischerman
Hay una vieja receta siciliana que consiste en cocinar durante horas, en una asadera enaceitada, tomates con perejil y ajo. Cuando llega el momento, se hierven los fideos y los tomates se tiran. Lo que se echa sobre la pasta es lo que quedó en el fondo de la fuente. Los standards, en el jazz, son como esos tomates: lo que sirve es lo que queda una vez que se los descarta. No habría jazz sin ellos, pero el jazz es, precisamente, lo que comienza una vez que el standard termina. Es decir: “All the Things You Are” o “My Funny Valentine” son esa base imprescindible sobre la que Miles Davis, Gerry Mulligan o Keith Jarrett construirán su obra. Y esa obra –el jazz– será aquello que, a partir de “All the Things You Are” o “My Funny Valentine”, ya no es ninguna de esas canciones sino algo nuevo, propio y posiblemente irrepetible.
Brad Mehldau, uno de los pocos pianistas surgidos en las últimas décadas con un estilo nuevo y personal –y tal vez el único con el carisma y la cuota de personalidad como para lograr trascender las fronteras del escueto ambiente del jazz– llamó a varios de sus discos The Art of Song, numerándolos consecutivamente. En ese título podía leerse algo que la música refrendaba: una apuesta fuerte por la cualidad cantable de un tema y una declaración de principios acerca de la cuestión del standard en el jazz. Incluso cuando Mehldau compone, como en “Artis” o la abossanovada “Turtle Town”, incluidas en su notable último álbum Day is Done, la impresión es que se trata de temas preexistentes y que el pianista y su trío delinean el espacio de sentido en las grietas que se producen entre esa materia prima y la versión final. En este disco, junto al infaltable Larry Grenadier, uno de los mejores contrabajistas de la actualidad –su trabajo en “Knives Out”, por ejemplo, es formidable–, aparece por primera vez el baterista Jeff Ballard, un músico con la suficiente ubicuidad como para haber tocado con Milton Nascimento, Ray Charles y Chick Corea.
Si en sus Art of Song Mehldau había incursionado en el territorio del rock y el pop para buscar nuevos standards, convirtiendo “Exit Music (for a Film)”, de Radiohead, en una especie de nuevo clásico del jazz, en Day is Done, que toma su título de la canción de Nick Drake, casi todo el material es exógeno. Salvo la pieza que cierra el disco, “No Moon at All”, de Red Evans y David Mann, un tema armado sobre la misma secuencia acórdica del comienzo de “Los mareados”, de Cobián y Cadícamo, y que tuvo, entre otras versiones célebres, las de Nat King Cole, Count Basie y Anita O’Day, y las dos obras propias, la lista de autores recorre, además de a Drake, a Burt Bacharach (“Alfie”), a Paul Simon (“50 Ways To Leave Your Lover”), a Radiohead (“Knives Out”, del álbum Amnesiac) y, en dos ocasiones, a Los Beatles: “Martha My Dear”, llevada como nunca a su lado más politonal y stravinskiano, y una lectura exquisita –que tocó en vivo en su última visita a Buenos Aires– de “She’s Leaving Home”.
Podría escribirse una posible historia del piano en el jazz a partir de las maneras en que los distintos instrumentistas utilizaron su mano izquierda. En la tradición del género, los papeles de ambas manos están absolutamente separados y son más bien fijos: la mano izquierda toca los acordes y la derecha se ocupa de la melodía. Pero las cosas no son tan sencillas. El acorde, en el jazz, tiene un valor tan percusivo como armónico e, incluso, en ocasiones no tiene otra función que la de proveer un acento y un determinado color. Según la manera en que ese contracanto rítmico entre más o menos en tensión con las acentuaciones de la melodía -que además podrá hacer subdivisiones rítmicas más o menos previsibles–, se producirá un juego que ha tenido jugadores tan distintos entre sí como Earl Hines, Bud Powell, Thelonious Monk, Bill Evans, Duke Ellington o Herbie Hancock. Pero, además, algunos de ellos –Art Tatum, Andrew Hill, Paul Bley y, claro, Keith Jarrett– le otorgaron a la mano izquierda un papel contrapuntístico. Mehldau pertenece a esta escuela y es posiblemente el que mejor capitalizó las enseñanzas profundas de Jarrett. Donde la mayoría detecta los gestos más externos y aparentes del pianista que amplió el campo de batalla hace unas tres décadas, Mehldau absorbe su trabajo deconstructivo, las maneras de desmembrar un tema en infinitos nuevos temas y una variedad de texturas y matices sumamente inusual en las músicas de tradición popular –incluso en el jazz–. El último disco, publicado, como los anteriores, por Warner, con una interacción fenomenal entre los integrantes del trío y una riqueza poco frecuente en el abordaje del material, es, sin duda, uno de los mejores de su carrera.
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