TELEVISION › LO QUE QUEDó DEL CAPíTULO FINAL DE LOST
Tras una maratónica velada que arrancó el martes a las 20 por AXN, con un repaso de la vida de los protagonistas y los misterios del programa, los fans argentinos se enfrentaron al final de la criatura de J. J. Abrams. Hubo emoción, pero quedaron enigmas sin resolver.
› Por Facundo Gari
El dramatismo de los violines hace de un vertiginoso tobogán de emociones. Allí va Jack, ese héroe inquebrantable, que no es más que un tipo ordinario empecinado en arreglarlo todo, ese que hace seis años corrió entre fuselajes destrozados para ayudar a los 48 sobrevivientes del accidente del vuelo 815 de Oceanic Airlines en una isla del Pacífico sur; va a reposar en el mismo sitio en el que Lost comenzó, el del primerísimo plano de su ojo derecho. Pero esta vez no son otros los que están rotos, sino él. Acaso para que aprenda que no era cierta su prédica, “live togheter, die alone”, Vincent, el perro de Walt, vuelve a descubrirlo, como en el primer episodio, entre bambúes. Y Jack sonríe, parece recuperado. Porque los ve, porque las puntas se unen y ahí están Hurley, Locke, Sayid, Claire, Charlie, Kate, Sawyer, Rose y Cía., en otro lugar sin lugar y tiempo sin tiempo. Ese Jack, sentado en un banco de iglesia, también sonríe. De la misma forma que, minutos antes, lo hace Juliet cuando descubre a James en el hospital y, finalmente, se comprende el balbuceo de ella en el primer capítulo de la sexta temporada. Es que Lost es (fue y será) binario y cíclico: el bien y el mal, la verdad y la mentira, la vida y la muerte, el pasado y el futuro, una procesión de un lado a otro de estos presuntos opuestos. Y también lo es (fue y será) hacia afuera, como lo evidencian Fringe (también producida por el gurú J.J. Abrams) y Flashforward: por estatuto y fundamento, hay (hubo y habrá) un Antes y un Después. Francis Fukuyama no tiene razón.
Es un cuchillazo en las tripas propinado por el Falso Locke o Flo- cke (curiosamente, Flocke es el nombre de una ¡osa polar! nacida en cautiverio en el Zoológico de Nuremberg, Alemania, con perdón por la apofenia) el que termina con la vida del cirujano, previa muerte del hermano de Jacob por un escopetazo de Kate. Y habrá sido la sensación que atravesó al séquito de peregrinos frente a la pantalla (sólo en Estados Unidos, fueron más de 13 millones): “The end” es el nombre del último episodio de la serie más controversial de los últimos tiempos, 104 minutos orgásmicos que en el Norte se estrenaron el domingo pasado, por la cadena ABC, y en Argentina el martes por la noche en una maratónica velada que arrancó a las 20 por AXN, con un repaso de la vida de los protagonistas y los misterios del programa. Habrá que incluir, en las cifras de rating nacional e internacional, a los miles de fanáticos que descargaron el capítulo desde Internet, tal vez la misma noche del estreno, para ver entre lágrimas –pero sin sollozos que despertaran al concubino desafectado por la pandemia– las imágenes amarillentas que recuperaban lo perdido en el no-lugar/no-tiempo (entre tantas, la de Terry O’Quinn con una naranja cual protector bucal se lleva los laureles en el emotivómetro).
Y sí, finalmente estaban muertos, como había deslizado Richard Alpert en “Ab Aeterno”. Pero lo estaban sólo en ese preludio al ¿Paraíso?, primereado como “realidad alternativa” (por el recurso denominado flashesideway). Ni consecuencia del accidente inicial ni del estallido de la bomba de hidrógeno en “The incident”, donde sólo muere Juliet. Los decesos de los demás “losties” no están necesariamente vinculados con sus destinos en la isla: de entre los “candidatos”, Hurley ocupa el lugar de Jacob, que fue de Jack por menos de un día; Claire, Miles, Kate, Lapidus, Sawyer y Alpert escapan en el avión de Ajira Airways; y váyase a saber lo que le ocurre a Desmond, responsable de vulnerizar a Flocke, volverlo mortal y evitar así la transformación de éste en el temido Humo Negro.
Muchos enigmas quedan sin resolver, pues los productores y guionista Damon Lindelof y Carlton Cuse pusieron el eje en los personajes, en el camino de redención de los “losties”, antes que en resolver la incidencia del efecto Casimir y los conejos numerados, la estatua con cuatro dedos, los viajes en el tiempo o la secuencia numérica 4, 8, 15, 16, 23, 42 (que sin embargo fue explicada en “The Lost Experience” como una “fórmula matemática diseñada para predecir el fin de la humanidad”, según Lostpedia). “Hay algunas preguntas que son muy agradables e interesantes de hacer, y hay otras que no tenemos interés en responder. Lo llamamos el ‘debate midicloriano’, porque en cierto sentido, explicar algo místico lo desmitifica”, había alegado Lindelof. Y da en el clavo: en buena parte, el éxito del programa estuvo en su fuerza mítica, intra y extra diegética.
Lost se acabó. Y es inacabable e inabarcable. Porque además de una nueva forma de consumo y de marketing viral, una estructura narrativa envidiable, un puñado de personajes entrañables y 121 episodios coleccionables, la criatura de Abrams es una síntesis perfecta entre realidad y ficción. Con tanta historia, ley, profecía, lírica y sabiduría encima, ¿cómo no pasar cuadro a cuadro Cloverfield o esperar con ansias el estreno de Super 8, dirigida por Abrams y producida por Steven Spielberg, o ver con detenimiento los Misterios del Universo? ¿Cómo evitar creer en la existencia de un Jacob elector, mientras Fito Páez entonaba ese enorme Himno Nacional, entre los miles de asistentes a la 9 de Julio? ¿Cómo no revisar los números del boleto del colectivo o el código de barras de cada producto en casa? ¿Cómo no buscar conspiraciones y organizaciones secretas en las páginas de los diarios sensacionalistas en busca del logo de Dharma? ¿Cómo no pensar que en algún lugar del mundo está Desmond apretando, una y otra vez, un botón para salvar el mundo?
Ya el “pastor cristiano” abre las puertas de la iglesia y la luz entra y lo inunda todo. Ya el ojo derecho de Jack relampaguea y se cierra. Será cuestión de recordar. Y dejar ir.
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