Domingo, 22 de marzo de 2015 | Hoy
TELEVISION › NORMA ALEANDRO HABLA DEL CICLO CUENTOS PARA IMAGINAR
En el programa de Pakapaka, la más reconocida de las actrices argentinas recorre distintas escuelas públicas del conurbano para leerles a los niños y niñas cuentos de ayer y de hoy. “Los chicos ven en el libro algo diferente, que los va a ayudar a imaginar”, afirma.
Por Emanuel Respighi
Hay experiencias que se transmiten de generación en generación. Rituales, costumbres y tradiciones que se niegan a ser derruidas, olvidadas por el paso del tiempo. Algo de eso está intentando hacer Norma Aleandro desde Cuentos para imaginar, el ciclo de Pakapaka en el que la más reconocida de las actrices argentinas recorre distintas escuelas públicas del conurbano, libro en mano, para leerles a los niños y niñas cuentos de ayer y de hoy. Una experiencia que el programa que se estrenará mañana (lunes a viernes a las 20) busca recuperar en plena era del consumo cultural individual y digital que imponen las nuevas tecnologías. “Me interesó que la propuesta no fuera ir a ‘contar’ cuentos o historias, sino que fuera ir a ‘leerles’ cuentos. Que otro te lea te despierta la curiosidad. Mi abuela me leía todas las noches. Verla a ella con el libro en la mano me daba muchas ganas de leer, era contagioso. El libro te ayuda no sólo a leer e imaginar, sino también a escribir”, le cuenta a Página/12 Aleandro, entusiasmada por la posibilidad de transmitir a través de la tele su propia experiencia de la infancia, que es también la de muchos.
Horacio Quiroga, Silvina Ocampo, Javier Villafañe, Ricardo Mariño, Ema Wolf y Liliana Bodoc son algunos de los autores a los que el ciclo televisivo echa mano para llevarles a los más pequeños cuentos misteriosos, graciosos, encantadores y entretenidos. Los textos narrados en distintas escuelas, ante la atención de los chicos, toman en la expresiva voz de la actriz y en la gestualidad conmovedora de sus lúdicos ojos una potencialidad hipnótica que traspasa los límites de la pantalla. “Leer el libro, que no te cuenten una historia, sino poder tener el libro en las manos, es el comienzo de un paso fundamental en la vida: saber leer y escribir. Celebro que quisieran llevar a las escuelas el libro en sí, no a una persona que les narrara una historia. No existe mundo más enriquecedor que el libro. No es lo mismo contarles a los chicos una historia de memoria, o una imaginada, que leerles una historia de un libro. El libro, a esa edad, empieza a ser un maravilloso e inquietante pozo sin fondo”, subraya la protagonista de decenas de películas, obras de teatro y programas de televisión.
–¿Lo dice por conocimiento de causa? ¿Cree que aquellas lecturas de su abuela Pepita despertaron su curiosidad mucho más que la escuela?
–Mi abuela me leía mucho el Quijote. Uno dice el Quijote y piensa que mi abuela era una intelectual, alguien formada. Pero nada que ver: ¡era cocinera! Era una autodidacta, un ser excepcional, en muchos sentidos, pero fundamentalmente para mí porque fue la mujer que me crió, ya que mis padres eran actores y vivían de gira. Pero además tenía la certeza de que eso que había escrito Cervantes era maravilloso. Tan maravilloso como para que me leyera diariamente algún pasaje. Nos lo leía todas las noches como en muchas casas se leía la Biblia. Esa lectura antes de dormir fue, para mí, una experiencia formativa única. Mi abuela era española, de Castilla, conocía la lengua castellana, por lo que lo que no podía entender como argentina, ella me lo traducía. No es que había tantas palabras diferentes, pero sí había una manera de decir sensacional. Esa historia de ese pobre hombre que había leído los cuentos y que se fue a vivir aventuras era maravillosa. El Quijote fue una de aventuras como hoy pueden ver a los chicos entusiasmados en aventuras por televisión o en los comics. Esa potencia estaba en un libro muy grande que tenía y que, al finalizar cada capítulo, nos mostraba los dibujos que ilustraba el texto. Esa lectura y esos dibujos geniales eran la puerta de entrada a meterme en otros mundos que no tenían nada que ver con el que vivíamos todos los días.
–¿Cree que los hábitos se modifican con el tiempo, pero que ningún avance tecnológico puede reemplazar el estímulo imaginativo del libro?
–Los chicos ven en el libro algo diferente, que los va a ayudar a imaginar. No digo a “aprender”, porque a esa edad los chicos no se proponen “aprender”. Nadie nació para “aprender”. “Aprender” se “aprende” en el colegio. Pero imaginar y volar a mundos y situaciones que nunca supusiste que podían existir es de otra dimensión. Transmitirles eso a través de un ciclo de TV me entusiasmó. No era enseñarles a los chicos cómo una actriz les cuenta un cuento. Nada que ver. Cuentos... les muestra cómo de un libro surgen historias maravillosas que los invitan a volar, a imaginar la vida.
–¿Es posible, desde este ciclo, trasladar aquella experiencia personal de lectura íntima a chicos diseminados por todo el país?
–Tener la posibilidad de leer cuentos, tener el libro en la mano, pasárselos a ellos para que lo lean e investiguen es incentivarlos a desarrollar otros aspectos de su vida. La curiosidad que provoca un libro es intransferible. No es lo mismo escuchar que leer, que tocar. Cuando a uno le leen algo y uno ve que la “magia” sale de ese objeto, uno quiere tener un rato la “magia” en su mano. Pasa con todas las cosas que nos asombran. De tener en la mano un libro a leer y escribir hay un sólo paso. Es mentira que es doloroso aprender a leer y escribir.
–¿Hay que recuperar la experiencia del libro en la sociedad actual, tan proclive a las tecnologías?
–No tengo dudas. Hay que recuperar la cultura del libro. El otro día leía que Buenos Aires es la ciudad que más librerías tiene en el mundo. Es una maravilla. Qué suerte que tenemos de tener a mano ese florido mundo del libro. Por suerte hay editores que siguen arriesgado y canales como Pakapaka, que se propone llevarles los libros a los chicos en las escuelas. Cuando un chico lee un libro por fuera de la institución escolar, es el mismo chico el que decide leerlo o no, dejándose llevar. Ver a un chico con un libro en la mano, sin esperar que le tomen lección ni que le pongan suficiente o insuficiente, es una experiencia sorprendente. Con el programa recorrí escuelas en Berazategui, Llavallol, La Matanza, Avellaneda, Morón, y vi caritas absortas escuchando los cuentos. Pero vi también la fascinación de poder tocar el libro e investigarlo, saber que eso existe, que el cuento no era resultado de mi invención.
–El problema es que ese mismo estudio reveló que en las comunas más pobres de la Ciudad de Buenos Aires no hay ni una librería. La brecha cultural se mantiene.
–Tenemos que entender que los chicos están ávidos de leer y que somos los adultos los que tenemos que despertarles ese deseo innato. Eso lo comprobé con este ciclo. Cada vez que terminaba de leerles el cuento y les pasaba los libros, veía la excitación que les producía tenerlo en sus manos. No hubo manera de recuperar esos libros, aunque no era la intención recuperarlos.
–¿Cree que el sistema educativo todavía no pudo romper con la tradicional manera de entender el ámbito escolar?
–Seguro. Es mucho más fácil proponer una currícula uniforme y señalar qué hay que leer, y que no que trasladarles a los chicos la experiencia y el placer de leer cuentos de manera colectiva. Los cuentos, la literatura en general, son un medio idóneo para que los chicos entiendan un lenguaje, una manera de pensar, una manera de vivir, y sobre todo para incentivarles la necesidad de leer y escribir. El programa incita a leer y escribir. Cuando uno lee, tiene necesidad de escribir después.
–¿Fue por ese mismo arcaico sistema educativo que a los trece años usted se hizo expulsar de la escuela y abandonó el colegio para siempre?
–Me sentía presa en la escuela a la que iba, hacían cosas que yo detestaba. A mí me crió mi abuela y era ella la que decidía la educación. Mis padres siempre estaban de gira. En el colegio al que iba, el Normal No 9 de Callao y Corrientes, nos daban catequesis. Tenía tres compañeritas que eran judías, y la maestra las mandaba a estudiar “moral”, supuestamente. Pero en realidad las tenían sentadas en un pasillo, en el mismo lugar en el que nos ponían cuando nos castigaban. A mí me pareció una barbaridad y le pregunté a la maestra por qué no las dejaban a ellas estudiar su religión. La maestra me respondió que de ninguna manera, que estaban castigadas, y me dijo todo tipo de cosas espantosas. En ese momento me planteé que no quería estudiar con una maestra así. Mi abuela escribió una nota firmada en la que me autorizaba a no ir a la clase de religión. Obviamente, la maestra me sintió una “enemiga” y me puso con las chicas judías en la clase de “moral”, que no existía, era un castigo. A partir de ahí, mi estadía en el colegio se convirtió en una guerra con las maestras y la dirección, por lo que decidí no estudiar más. Mi padre, por supuesto, quería que siguiera estudiando. Le propuse que iba a seguir estudiando, pero por mi cuenta. Y así fue. Fui una autodidacta durante toda mi vida, hasta el día de hoy.
–¿Siempre tuvo esa personalidad de rebelarse contra las injusticias?
–Qué le digo: sí. No lo puedo resistir. Mucha gente me dijo a lo largo de mi vida que parara, pero es más fuerte que yo. Viví momentos espantosos por ser así, como tener que exiliarme del país.
–¿Cómo fue el exilio vivido en Uruguay y luego en España durante la dictadura?
–Largo, muy largo. Yo había dicho que había gente desaparecida en el país. Y lo dije porque era la verdad, no porque estuviese de acuerdo con la guerrilla. En la guerrilla tenía gente amiga y conocida, pero no estaba de acuerdo con lo que estaban haciendo, ni con lo que pensaban, ni cómo lo llevaban a cabo. Mi denuncia tenía un sentido humano. Si ellos estaban haciendo algo malo, el Estado no podía no hacerles un juicio. Pero no podían “desaparecerlos”, como los llamaban, y aún los siguen llamando... Lamentablemente no se ha cambiado el nombre. Ese término, desaparecido, lo empecé a usar en los reportajes que me hacían al finalizar el gobierno de Isabel Perón. Lo único que decía es que “hay gente a la que se la llevan y no vuelve, que no sabemos dónde está, que yo no estoy de acuerdo con lo que piensan, pero que no podía ser que no se las devolvieran a sus casas y a sus padres...”. No decía más que eso. “No tenés idea de lo que implica decir eso”, me dijeron un día. Después me pusieron una bomba en el teatro y otra bomba explotó en mi casa. Me dieron 48 horas para salir del país. Salí a hacia Uruguay en menos de cuatro horas.
–¿Temió por su vida?
–No es que temí, me lo dijeron claramente: si no me iba del país, me mataban. Era claro.
–¿Y qué le produce que ahora se ponga tan en tela de juicio que los actores y actrices hablen de política y den a conocer sus pensamientos?
–A mí me parece estupendo que los actores opinen. ¿Por qué no van a opinar? ¿Por qué un abogado, un obrero metalúrgico o cualquier trabajador puede opinar a favor o en contra del gobierno, y está bien, y si lo hace un actor es un escandalete atroz? ¡No! Los actores y actrices son ciudadanos. Así considero a mis compañeros. Nunca he peleado ni dejado de hablar con un actor porque haya opinado una cosa o la otra; seguimos siendo los mismos amigos de toda la vida. Al menos, eso pasa conmigo. Entre ellos hay gente que se han peleado por estar acá o allá, a favor o en contra de. Me parece estúpido porque somos un país en el que por suerte seguimos teniendo una democracia, en una república, donde todos podemos opinar. Podemos decir pestes sobre algo, o maravillas sobre algo, y nadie, nadie, nos deja de lado o nos desaparece.
–Parece un absurdo pensar que todos puedan pensar lo mismo y que no haya margen para el disenso.
–Esto pasa y viene pasando, se puso casi de moda. Hay compañeros míos que están en cualquier otro lado y no importa lo que piensen, son la misma gente que de pronto adhiere a algo que les parece que es digno, o que está bien o que favorece al país. Así como hay otros a los que les parece que no, que piensan lo contrario. A mí me parece maravilloso que exista alguien que piense blanco y otro, negro. Es la democracia y la república. Hay que respetar las instituciones y que cada cual opine lo que quiera.
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