Sábado, 19 de julio de 2008 | Hoy
LITERATURA
Había estado demasiado cerca suyo. Demasiado cerca y demasiado tiempo. Moverse lejos era prolongar esa herencia como quien ralentiza innecesariamente una cierta velocidad de destrucción. Si permanecía a su lado, en tanto, no podría eludir los juicios culpables que su mirada me impondría conociendo los tropiezos que yo acumulaba. Ahora mi padre querría cerrar su paréntesis abriendo un enigma sobre mí. No había escapatoria. Este era el embudo chileno que yo tanto temía. Aquí estaba. Su exilio había sido mi escuela, mi aventura, la contingencia de mi fuga, y el retorno a casa me inmolaba en aras de una dudosa recuperación familiar. Pero ante ella no había defensa posible; la inmolación era el precio a pagar por el saber adquirido, su resultado lógico, de modo que ante esa nulidad final lo mejor era volver a cargar la máquina de fotos y ponerse a trabajar. Seguiríamos él y yo con nuestras manos tomadas por un buen tiempo. Antes, eso sí, rompería la carta como testimonio de una ecuación irresoluble: justamente la que formaban mi padre, el suelo que nos recibía y la respuesta diferida. Escribir no tenía solución. La fórmula resumía bien mi vocación prohibida por la literatura. Mejor callar, transitar por otra mesa. Destruir las pruebas. Pensaba que entonces los nudos se soltarían, pero fue un error. No hay sobras que arrojar en el inventario del náufrago.
Fragmento de Bosque quemado (Mondadori).
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