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Miércoles, 1 de julio de 2009

LITERATURA › OPINIóN

Onetti, el irrecuperable

 Por Juan Sasturain

Hay un tiempo para Onetti: leí el cuento “Bienvenido Bob” –no puedo recordar el libro, la antología– a los diecinueve, veinte años y no me pasó nada; me hablaba de algo que no reconocía y de un modo que me irritaba. Ese narrador difuso, plural y escéptico que “recibía” al joven al pavoroso mundo adulto del desencanto. Necio era yo entonces y necio sigo en gran medida. Pero sobre todo era un pendejo. Sin embargo, por la misma época disfrutaba con Cortázar, con los incipientes Vargas Llosa y García Márquez, ya andaba por Borges, me deslumbró puntualmente El reino de este mundo de Carpentier. Todos latinoamericanos, claro. Era el momento, mediados de los ’60, y la ola duraría unos años más. Pero no usemos la palabra boom, plis. Onetti, me imagino, se tapaba los oídos ante la ruidosa onomatopeya.

Hay un tiempo para Onetti: un par de años después de aquel desencuentro con el pobre Bob, me metí con El astillero, conocí a Larsen y la revelación me dio vuelta. “Bienvenido, Juancito”, me dijo el penoso Juntacadáveres al oído. El pendejo –para mal o para bien– iba creciendo. Debe ser la época en que mi primer amigo de más de treinta años, Jorge S., me hizo escuchar a Troilo con Floreal Ruiz, los tangos, los valsecitos de Expósito, Cátulo y Manzi. Uno empieza a vivir experiencias de prestado, desencantos del porvenir, descubre que sentido y destino son anagramas, se acuesta con Camus y duerme mal. Pero volviendo: entonces leí El astillero en la edición de Fabril del ’60, la de tapa dura con sobrecubierta, la novela que había perdido insólitamente con El profesor de inglés, de Jorge Masciángioli –según creo recordar–, el concurso de narrativa de la editorial. Después, con el tiempo, verificaría que Onetti se dedicó a salir finalista y perder concursos contra buenos escritores de menor envergadura: el memorable Jacob y el otro quedó entre los nominados del montón ante Ceremonia secreta de Denevi por esa misma época en una convocatoria de Time-Life y antes, en los cuarenta, ya le había pasado con alguna de sus novelas. Y era Onetti –a los cincuenta y pico era el mejor Onetti por entonces– el que ya había escrito mucho o casi todo lo definitivo, incluidos La vida breve, Los adioses, La cara de la desgracia y El infierno tan temido. El sí podría haber escrito y firmado el mejor manual de perdedores. En todos los sentidos.

Pero no quería hablar/escribir sólo sobre la experiencia personal de lectura –de cómo empezó todo de pibe hasta la frecuentación que es casi de recurrencia bíblica de hoy–, sino sobre algo más amplio y compartible. Ese lugar de Onetti, si cabe definirlo así. Y a eso apunta el título de este texto apresurado. Tal vez en lugar de usar “irrecuperable” –el que no tiene equívoca cura o remedio desde la supuesta salud, pero también el que perdimos en una experiencia iniciática que no podemos reconstruir– debería haber definido a Onetti como “irreductible”, el de una pieza, el que no se puede simplificar, leerlo haciendo una especie de beneficio de inventario, “recuperarlo” para una causa o encajarlo en cierta lectura ideológica intencionada que lo recorte. Se resiste, el amargado. Tanto por izquierda optimista y militante –nunca le dio por ahí, aunque le sobraran convicciones– como por derecha mal pensante y corregidora: la última lectura de Vargas Llosa, por ejemplo. Y menos aún soporta las aproximaciones desde el procerato, las Bellas Letras, la Literatura: los famosos reportajes realizados por lisos preguntadores españoles que han quedado registrados y se repiten por la tele son obras maestras del desencuentro. ¿De qué carajo le hablan esos tipos? Nunca nada cierra del todo con el Viejo malo, maestro de la ironía y el sarcasmo, experto minucioso en el maltrato de todo, menos de cierta oscura, inescrutable piedad; y de la lengua, claro.

Porque eso es, al final, lo que siempre queda, deslumbrante. Para Onetti, el cómo es todo; y el cómo es el estilo, el viejo y desprestigiado (concepto de) estilo. Olvidados, superfluos incluso en su tremendidad, muchos de sus argumentos incontables sin pudor, convertida casi en lugar común la desesperanza o la sordidez, son las terribles, maravillosas palabras sutilizadas en comparaciones y detalles, en escenas y descripciones únicas, las que quedan para siempre. Onetti pertenece al reducido equipo de los escritores que nos revelan la literatura, nos hacen (querer) escribir. Modelo fortísimo generacional –como sólo Borges, para nosotros, a la hora de contar; como sólo Vallejo en la poesía–, Onetti es inconfundible. Basta un párrafo no demasiado largo y sin nombres propios para reconocerlo. Eso podría no ser necesariamente un mérito si fuera sólo el resultado de aparatosos tics de superficie. Nada de eso. Porque releerlo o reencontrarlo en un texto nuevo, esa experiencia decantada en el reconocimiento, es como un inapresable dejà vu, la evocación de un clima y un tono absolutamente únicos, inexplicables/inexpresables fuera de esas –y no otras– palabras. Lo que llamamos el estilo de Onetti se manifiesta en una aptitud casi monstruosa –sin red ni paraguas– para crear escenas y personajes, transmitir sensaciones, sentimientos y estados de ánimo que sólo existen y tienen sentido allí, en su mundo. Eso es: Onetti, más allá de la convención de Santa María y los personajes recurrentes, le da forma a un mundo con reglas propias, hecho con sus palabras, que –y ahí está lo extraordinario, el poder de la literatura– repercute sobre lo que llamamos el mundo “real”: la literatura –cuando lo es– no es evasión, sino invasión, avance sobre el mundo, ensanche. Nos modifica y modifica nuestra percepción de lo demás. Quiero decir: somos y vemos otros de otra manera desde Onetti.

Y ahora basta de boludeces. Un poco de pudor. “Dejemos hablar al viento”, como decía Ezra, ya cantor cansado, y citó de últimas el Viejo malo que nos ocupa y no nos perdonaría tanta pavada.

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