Sábado, 4 de julio de 2009 | Hoy
LITERATURA
Más allá de las diferencias, la idea de tomar el pasado como un laboratorio para analizar el presente, ¿conecta a El viajero del siglo con sus novelas anteriores, Bariloche y Una vez Argentina?
–Es cierto, sólo que el alcance del pasado en esas novelas es distinto. El alcance del pasado en Bariloche es a escala individual. En Una vez Argentina ese pasado es el siglo XX argentino, y en El viajero hay un zoom hacia atrás. Esa mirada retrocede dos siglos y sale de la Argentina y de España y quiere enfocar a Europa o a la semilla de lo que hoy se llama Occidente. Es verdad, hay un experimento de reconstrucción del pasado, no como un ejercicio de nostalgia sino de disección del presente. Es como decir “acá están los síntomas, vamos a ver de dónde viene la enfermedad”.
–Aunque escrita antes, Bariloche anunció el fin del menemismo y la degradación de la Argentina que estalló en 2001.
–Cuando empecé a escribir Bariloche en el ’96, todavía se vivía la “época dulce” del plan neoliberal de Menem. Sin comparar en absoluto a las generaciones de mi propia familia que tuvieron que salir a las patadas del país en los ’70, sin violencia física, el menemismo había expulsado a mi familia. Yo sentía que había un desfasaje tremendo en la percepción que había entre el supuesto éxito económico de Menem y las consecuencias que eso podía tener en el mediano plazo. Se me ocurrió escribir la historia de un basurero, Demetrio, un tipo con una cultura y una educación de clase media, que poco a poco se iría aproximando al umbral de la miseria desde un punto de vista metafórico. En esa época todavía no había cartoneros, pero la situación social argentina me hizo releer esa novela. Lo que para mí era una alegoría se fue convirtiendo en algo literal.
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