La compañía de Jirí Srnec que acaba de aterrizar en Buenos Aires está compuesta por ocho actores, dos técnicos y veintitrés enormes baúles repletos de innumerables objetos. Este es sólo el equipo itinerante, porque en Praga hay otro elenco que allí trabaja de forma permanente. En otra época Srnec solía tener tres grupos simultáneos girando por el mundo, pero su hijo celebra que sean sólo dos, porque así todo es más sencillo. En primer lugar, porque le es difícil encontrar tantos artistas que puedan hacer lo que el teatro negro requiere. Porque, aunque las personas son invisibles, son las que hacen posible el espectáculo. Por eso, bailarines, músicos y titiriteros forman parte de la compañía y, según los que la conocen de adentro, “Srnec padre se ocupa de sacar lo mejor de cada uno”. Así, el resultado es la combinación de los saberes y habilidades de los integrantes. En segundo lugar, cada elenco funciona como una pieza de relojería. El sólo hecho de reemplazar a una persona suele traer muchas complicaciones: “Todo el mundo sabe qué hacer cuando se apaga la luz. El problema es cuando alguien es nuevo y no sabe cómo se maneja el resto del grupo”, cuenta Vladimir Kubicek. “Cuando hay reemplazos, aunque un actor tenga todo ensayado con el otro elenco –sigue Srnec hijo–, si se mueve apenas diferente del artista al que reemplaza, genera caos.” Sucede que detrás del escenario los actores ven muy poco y en el escenario ven menos aún; allí se desplazan muy rápido, por eso todo está milimétricamente ensayado. Todo sucede como en una coreografía, nada debe salirse de lugar. “Por eso, al nuevo siempre hay que andar esquivándolo y uno se lo choca todo el tiempo en la oscuridad. Es peligroso”, revela con humor Srnec.