OPINIóN
› Por Juan Sasturain
Hace unos meses, en el Colegio Nacional de Buenos Aires, le hicieron un homenaje a Aníbal. Estuvo muy bien el acto, sincero y simple; porque lo querían bien y lo habían leído mejor. Hablaron autoridades de la casa, habló su amigo y compañero de facultad y de docencia Jorge Lafforgue, que lo conocía como pocos. Había parientes –quiero decir: estaban sus amores–, había amigos viejos (y comunes) como Eduardo Romano, y jóvenes seguidores. Lo pasamos lindo, tomamos unas copas y nos fuimos mejor de lo que habíamos llegado. El estaba emocionado y contento. Agradecido.
Ese día, para sumar, leí tres sonetos. Acá van dos, que tiene que ver con esto de ayer, creo. Un abrazo, Aníbal.
El Ford
Nunca fue T, él siempre fue Ford A
por Aníbal, un nombre de los de antes
que menta al héroe de los elefantes
en el sueño del viejo y la mamá.
No los Alpes sino la facultad
cruzó y cursó, de Letras estudiante.
Después entró y salió. Fue la constante
de la historia, la lucha y la amistad.
Este acto académico no abroga
mi derecho a envidiar de este señor
no brillos propios de tordo o de boga
sino un destino cachuzo y mejor:
la voz rea de Rosita Quiroga
cuando dice: “Araca, está el Ford”.
A la intemperie
Nunca le apuntaste a los sillones,
al escritorio, al culo almidonado.
Preferiste el asiento desmadrado
y la ruta entre charcos y terrones.
Tampoco te asustaron los mojones
del confín ni el fin del alambrado.
Con Walter, el Atuel y el Colorado.
Con Haroldo, el Delta y sus rincones.
Saliste a la intemperie sin paraguas
ideológicos. En bolas y argentino,
te arrimaste al pozo y a la fragua
con ropas gruesas y el oído fino
para los distintos ruidos del agua.
Se te notaba el polvo del camino.
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