Lo primero que leí de José Saramago fue El Evangelio según Jesucristo. Fue una experiencia deslumbrante y conmovedora en mi vida de lectora ya adulta. Creo recordar que en una bravata humorística (no sé si en una faja o en la contratapa), se desafiaba a Dios a leer ese libro, calificado como blasfemo. Pero la obra no me pareció entrañable por lo que decía de un Dios sobre el que existen tantas opiniones, ortodoxas y heréticas, sin que conozcamos mayor devolución por su parte... Me afectó profundamente por lo que supo decir de nosotros, los seres humanos, hombres y mujeres. Sobre nuestra vulnerabilidad, nuestro extravío, nuestra incapacidad para discernir la consecuencia final de las decisiones que tomamos, aun las mejor intencionadas. Nuestra necesidad de amor y nuestra capacidad para darlo, a pesar de las limitaciones. Como pocos, Saramago sabe revelarnos en todo lo que tenemos de patéticos y preciosos, de sublimes y de miserables. Coloca a sus personajes en extremos imposibles. Y a pesar del fracaso de tantos, alguno, y quizá sobre todo alguna (es un artífice extraordinario de personajes femeninos), supera los desafíos que parecen insuperables, alcanza una dimensión heroica, que no pasa por la épica de las armas, sino por la piedad, la solidaridad, la resistencia. Me gustaron muchos otros libros suyos, como Ensayo sobre la ceguera, uno de los más importantes. Allí se muestra como gran intérprete del sujeto colectivo, de la comunidad en situación de crisis. Y continúa este procedimiento en obras posteriores, quizá no tan felices, como Ensayo sobre la lucidez, o Las intermitencias de la muerte. Creo que es un nombre memorable en el panorama de las letras del siglo XX, por la profundidad existencial de su narrativa y por la densidad e intensidad poética de su escritura.

No lo traté personalmente, pero encontré siempre encomiable su coherencia ética, su fe o su esperanza en que los seres humanos (a pesar de todo) puedan llegar a construir un mundo menos cruel.

* Escritora.