MUSICA
La tragedia del boliche Beara, en el que murieron dos jóvenes y sufrieron heridas otras veinte en un local mal habilitado, desató este año una sola reacción en las autoridades de la ciudad: salieron a clausurar escenarios. No cerraban locales por cuestiones de seguridad; cerraban escenarios por cuestiones de habilitación. Los más perjudicados fueron, claro, los lugares pequeños, esos adonde van a tocar los grandes artistas. La foto más vergonzosa de aquel estado de cosas fue la del piano del Café Vinilo clausurado, después de que la policía interrumpiera un concierto de Diego Schissi, para invitarlo amablemente a dejar de tocar.
La ciudad tenía una ley que podría haber evitado todo este despropósito, dando un encuadre legal a las habilitaciones de los lugares más chicos, y que además hubiera permitido que ya esté funcionando un régimen de fomento para los artistas y los locales. La ley dormía en uno de esos cajones que sirven para eso desde hacía un año y medio. ¿Qué pasó este año? Que una cantidad de músicos, junto a organizaciones como la Unión de Músicos Independientes y la Cámara de Espacios de Música en Vivo, sumaron fuerzas y se movilizaron para exigir la inmediata reglamentación de la ley. “No al silencio musical. ¡Sí a la música en vivo!”, fue el lema aglutinante. Fueron varias las marchas frente a la Jefatura de Gobierno porteño, ruidosas, musicales. Finalmente, sobre fin de año, lograron la reglamentación de la bendita 3022. Desde el año que viene, la música popular tendrá una herramienta legal que servirá para su desarrollo y promoción. Ahora, los músicos van por la Ley de la Música.
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