En el extremo opuesto del arco expresivo de Melancholia, la gran directora japonesa Naomi Kawase presentó ayer, también en competencia, Hanezu, un film que hace honor a la sensibilidad y a la serena belleza que siempre han distinguido su obra. Catorce años después de haber ganado aquí la Cámara de Oro por su ópera prima Suzaku y a cuatro de haber obtenido el Grand Prix du Jury por El secreto del bosque, Kawase vuelve a internarse en sus raíces, en la provincia de Nara, más precisamente en la región de Asuka, considerada la cuna de Japón. Dedicada “a los espíritus de aquellos habitantes de quienes ya no hay memoria de sus nombres”, Hanezu –una palabra del japonés antiguo que alude al color rojo, el del sol, la sangre y el fuego, elementos preponderantes del film– trabaja, sin embargo, un relato contemporáneo, al menos en la superficie. Una mujer casada se enamora de otro hombre y decide vivir con plenitud y sin culpa ese amor, pero se siente escindida entre ambos. Esa podría ser una descripción del nuevo film de Kawase, si no fuera porque no alcanza a dar cuenta de la manera exquisita con que la directora acaricia con su cámara a los personajes y el modo en el cual la naturaleza (una fuerza siempre presente en el cine de la directora de Shara) va comentando la vida que transcurre a su alrededor, como sucede con esa tormenta que sacude a los dos amantes. Si lo mejor del film recuerda a la pareja condenada de Hotaru, una película de Kawase premiada en el Bafici 2001, hay otros momentos no tan logrados, como esa suerte de espíritu de un viejo soldado japonés rondando por la zona y que no consigue amalgamarse orgánicamente al relato. Hay allí –en ese pasado que convive con el presente– algo demasiado explícito que la directora, en ocasiones anteriores, supo sugerir sin necesidad de enunciarlo de una manera tan evidente como lo hace ahora.