Martes, 28 de junio de 2011 | Hoy
CULTURA › OPINIóN
Por Carlos Bernatek *
Juan José Saer cumpliría 74 años. Podría decirse que murió demasiado pronto, que de seguir entre nosotros habría prolongado una presencia que, descubierta tardíamente, se hizo central en nuestra literatura. Si existiera algún tipo de compensación para su memoria y para sus lectores, Juan, el Turco, Juani, nos dejó su obra, alrededor de treinta libros, con una última ventana bíblicamente abierta en La grande: en la séptima jornada del texto, Saer descansó, y la novela quedó apenas inconclusa. Porque como los libros que nunca se terminan del todo, los personajes sobrevivientes de Saer parecen seguir caminando, conversando, eludiendo una y otra vez la gran historia. Una subordinada tras otra para rematar en un verbo, elipsis, ruptura cronológica, momentos suspendidos... Saer nos acostumbró a caminar a su ritmo, a su idea del consumo del tiempo, del diálogo, a la espesura de los rasgos mínimos. El modelo constructivo, el “programa Saer”, es un proyecto estético infrecuente en la literatura argentina, allí quizá resida su vigencia y el renovado interés que despierta.
Decimos obra y aludimos a un cuerpo vasto, complejo, arborescente y despojado a un tiempo: cuarenta años de trabajo edificados como una construcción infrecuente, lejos de las modas y las corrientes. Saer logró sustraerse de la influencia del boom latinoamericano, cuando esa adscripción estética auguraba prestigio, éxito económico y tal vez cierta prematura consagración. Fue remiso tanto a subirse a ese colectivo como al desembarco en Buenos Aires, un destino casi ineludible para el escritor de provincia. Y aunque se fuera a Francia en el ’68, su territorio literario ya se hallaba definido desde mucho antes. Saer fabricó esa región sobre la preexistente Santa Fe, un corredor extendido desde la ciudad hacia la ruta 1, de Colastiné a Rincón. La Santa Fe de Saer es la que inventan las palabras de Tomatis, Barco, Pichón Garay, Angel Leto, un discurso de personajes. Esa definición territorial es significativa; en ella su historia personal comporta su elección literaria, mimetizada quizá con la adopción que significara el traslado familiar desde Serodino a la capital provincial, en su infancia. En su prosa, vista desde Francia, esa zona distante no se va a cristalizar ni se va a arcaizar, como suele pasar con los escritos de muchos emigrados. Saer puede observar el pasado en sus textos, con la frescura del recuerdo vívido, como si nunca se hubiera marchado, atento siempre a las evoluciones del habla y sus circunstancias.
* Escritor.
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