Una silla, un micrófono y una botella de agua. Eso es lo que se puede apreciar en Live in Montreal, el DVD que registra una actuación de Bobby McFerrin en el Festival de Jazz de Montreal, hace algunos años. Ese es el escenario de cada una de sus presentaciones, que se parecen en algo, pero también inevitablemente son siempre distintas, de la del Gran Rex. Invitados aparte –en el DVD está por ejemplo Richard Bona–, McFerrin improvisa, repasa canciones e interactúa con el público. Lejos de las convenciones, despliega ese amplísimo bagaje de recursos técnicos y expresivos que lo convirtió en un músico tan encantador como difícil de clasificar. “No pienso muy seguido en definiciones. Pero es cierto, a veces el público o la prensa necesitan categorizarme y me ponen como un cantante de jazz o un innovador percusivo o lo que sea. Entonces yo les digo que soy un cantante folk”, dice McFerrin durante la entrevista, hablando de la imposibilidad de etiquetas. Parece iluminarse al hablar de la música, del para qué de la música y de sus posibilidades: “Tengo el privilegio de vivir en esta época asombrosa, en la que el mundo se ha hecho más pequeño y todos podemos escuchar la música de los otros, música de otras culturas y tradiciones. Cualquiera que se lo proponga puede escuchar una sinfonía y cantos armónicos de Siberia y música de violín y música karnática (del sur de la India) y gaitas, todo en una hora. Todo es música: es gente comunicándose una con otra”.

“Pasé mi vida entera escuchando todo tipo de músicas, prestando especial atención a los cantantes que más amaba, a los sonidos que me movían profundamente –concluye–. Y, con esas influencias en mi oído, hice música en cada momento y la compartí con cada público: una persona, cantando para y con un montón de otras personas que viven en el mundo, como yo. Contando historias sobre la vida tal como la conocemos, algunas veces con palabras, otras más allá de las palabras. Simplemente, sonidos y música.”