Jueves, 17 de mayo de 2012 | Hoy
CINE › PABLO TRAPERO, ANTE EL ESTRENO DE SU NUEVA PELíCULA
El realizador presenta Elefante Blanco aquí y en Cannes (en la sección Un Certain Regard). Con Ricardo Darín y Martina Gusmán, el film es un sólido retrato de la vida en las villas, sin estigmatizaciones, pero sin caer tampoco en la idealización.
Por Oscar Ranzani
Hace muchos años, cuando Pablo Trapero no era un director de cine, sino un alumno del ciclo primario, tuvo la oportunidad de conocer los trabajos sociales que realizaban los curas de la escuela salesiana donde estudiaba, en el oeste del conurbano. Era un centro educativo donde también se refugiaban los curas tercermundistas en plena dictadura. Trapero pudo conocer de cerca esa labor de los religiosos que ayudaban a los pobres, diferenciados de la cúpula eclesiástica que apoyaba a los genocidas. Y siempre le retornaba ese recuerdo. Esa imagen borrosa de infancia funcionó, muchos años después, como el disparador de Elefante Blanco, su séptimo largometraje. Al igual que en Carancho, los protagonistas son Ricardo Darín y Martina Gusmán, ahora con el actor belga Jérémie Renier. Elefante Blanco se estrena hoy en la Argentina y el lunes 21 se exhibirá en la sección Un Certain Regard del Festival de Cannes.
No es la primera vez que Trapero pisa Cannes. Este emblema del Nuevo Cine Argentino presentó El bonaerense (2002) y Carancho (2010) en la misma sección donde compite Elefante Blanco. Y en 2008, Leonera formó parte de la competencia oficial del festival más importante del mundo. Y si se tiene en cuenta que Trapero es uno de los siete directores del film colectivo Siete días en La Habana –que también competirá en Un Certain Regard–, su presencia es por partida doble (ver recuadro). El cineasta se manifiesta “muy contento” de este presente porque “también nos permite seguir proyectando nuevas películas”, según comenta a Página/12. Y su más reciente film seguramente despertará reflexiones no sólo en la Argentina, sino también en el extranjero, porque el Movimiento de Curas del Tercer Mundo es conocido a nivel mundial: “Fue muy conocido a fines de los ’60 y en los ’70, y hoy sigue funcionando. Fue cambiando desde la Teología de la Liberación hasta hoy, mutaron muchas cosas, pero es algo que afuera también es muy conocido”, explica Trapero.
–Uno de los grandes logros de la película es que no estigmatiza la población villera, pero tampoco la idealiza: muestra la realidad con crudeza.
–La película habla de personas convertidas en personajes. Para mí es difícil hablar de la villa como una cosa uniforme, porque no lo es. Y de hecho, uno de los problemas más grandes que hay con relación a la villa es que todos la miramos como si fuese una cosa igual en todos lados y como si fuera un país en sí mismo. Y, en realidad, las villas son como barrios. No es lo mismo la Villa 31 que la de Ciudad Oculta o la Rodrigo Bueno, ni es lo mismo una villa de la ciudad de Buenos Aires que alguna del conurbano bonaerense, ni de las afueras de Rosario.
–Son diferentes identidades.
–Sí. Y la película intenta retratar, antes que al espacio, a las personas que hay en la villa y que son vecinos nuestros. Y, en algunos casos, son personas que van por su tercera generación en la villa. Así como la villa es más conocida por las noticias policiales, hay muchos actos solidarios y la mayoría de la gente que vive allí es honesta, busca trabajo. Y de hecho, muchas de esas personas realizan servicios de limpieza en nuestras casas o trabajan en las obras de construcción. La película propone mirar de manera frontal. ¿Hay paco? Sí. ¿Hay crímenes? Sí. ¿Y hay personas honestas y decentes? Sí. La gente de la villa parece de otro mundo, y son personas con las que nos cruzamos todo el tiempo en nuestra vida cotidiana.
–¿Hizo un trabajo de campo previo?
–Durante bastante tiempo. También hice un poco de investigación y un trabajo de conocimiento al ir a los lugares. Además de la villa donde filmamos, fui a varias otras a conocer gente, a charlar, a conocer a los curas, a los asistentes sociales. Es algo que suelo hacer desde Mundo grúa. Más allá de que las historias son de ficción, hay que caminar los barrios y estar con la gente que después vamos a tratar de retratar.
–Sobre todo en Elefante Blanco, porque también trabajan pobladores del asentamiento, ¿no?
–Exacto. En este caso se suma que muchos de los actores son gente de Ciudad Oculta y de la Villa 31. Y también fue muy lindo el trabajo de cercanía que hicimos con los vecinos.
–¿El rodaje fue más complicado de lo habitual?
–No, fue más largo. Fueron más de diez semanas. Había mucha más gente involucrada. Hubo varios viajes, porque también se filmó fuera de Buenos Aires. Pero la verdad es que fuimos muy bien recibidos en todos los barrios donde fuimos a filmar. La gente colaboró mucho. Y también fueron claros al decir: “En esta calle conviene que no entren, por acá no pasen”. Y siento que, a medida que la película se vaya viendo, van a empezar a escucharse varias de las anécdotas contadas por la propia gente.
–El proyecto de Julián es de reinserción social y de recuperación de la dignidad del pobre, pero que necesita de la política, ¿no?
–Todos necesitamos de la política. Y una de las cosas que se ve en la película es que en estos lugares pareciera que hubo un vacío político en los últimos 50 años. Estas villas no pararon de crecer desde fines de los ’60. Lo que se ve es que tanto Julián como Luciana, como Nicolás, tratan de buscar apoyos donde los consigan. Por momentos es la política, y por momentos son los vecinos, como cualquiera de nosotros que pueda dar una mano: las donaciones, por ejemplo. Las cosas con las que uno pueda ayudar siempre son bienvenidas. Siento que la película deja ver esa especie de vacío donde todavía nadie termina de tener en claro quién es responsable o hasta dónde llegan las obligaciones. Y mientras tanto pasan los años, y estos lugares se siguen poblando.
–Elefante Blanco está dedicada al padre Carlos Mugica. ¿Cree que su mensaje está presente en la historia?
–Justamente, el padre Mugica junto a todos los curas que en esa época empezaron a trabajar en las villas fueron las primeras personas en poner el ojo en un fenómeno que nadie veía todavía con claridad y sobre el que había que trabajar. Claramente es una figura que para la gente de los barrios en las villas es un referente. Y ellos no tienen vergüenza de llamarse “curas villeros” ni de llamar “villeros” a la gente que vive en la villa, porque hay cariño en esa manera de acercarse. Y hay un compromiso. Todo el trabajo de los curas en las villas durante los años ’60 y ’70 permite que hoy haya todavía un poquito más de cuidado, porque eso que antes era una excepción hoy se vuelve algo común. En casi todas hay un cura y también la Iglesia, lentamente, fue aceptando a este grupo de trabajo que, más tarde, se consolidó en lo que se llama la Pastoral de Villas. Fue una figura clave, y por eso me parece importante reconocerlo en la película.
–Si bien la religión católica siempre sostiene la esperanza a través de un más allá, hay curas que buscan solucionar problemas terrenales, como Julián. ¿Cree, entonces, que hay dos Iglesias?
–En los ’70 estaba la parte de la Iglesia que apoyaba la dictadura y la que trabajaba con los pobres. Y hay muchos otros curas menos conocidos que de manera anónima siguen trabajando como hace muchos años. Existe esa dualidad dentro de la Iglesia. Pero también existe esa dualidad en la sociedad argentina, no sólo en la Iglesia. Lo más importante de rescatar, en este sentido, son las personas que trabajan para ayudar a otras personas. Porque también uno puede pensar, si no es del mundo religioso, que lo que están haciendo los curas es evangelizar de una manera más moderna, con otras herramientas, pero que al final se trata de llevar fieles para la Iglesia. Si lo ves así, el trabajo es menos interesante, parecido a otras formas de trabajo de la Iglesia. Lo más importante para rescatar es el trabajo cotidiano y social y separarlo del trabajo de la religión. Parte de eso debaten Julián y Nicolás: cuánto es el trabajo con los vecinos y cuánto es un trabajo de llevar la palabra de Dios, como dicen los curas, y convertir a las personas en fieles.
–Leonera, El bonaerense y Elefante Blanco enfocan sobre mundos que muchos medios suelen tildar de “marginales”. ¿Cree que a través del cine se puede hacer una crónica social sin perder de lado que está construyendo una ficción?
–Sí, claro. La realidad nutre a las historias de ficción todo el tiempo. En estas películas, en una tradición de la literatura y en una tradición del cine en general. Producto de la observación o del acercamiento a la realidad, nacen historias todo el tiempo. A través de historias de ficción, el cine tiene la posibilidad de acercarnos a realidades que, probablemente, hayamos visto otras veces en la televisión o en las noticias, pero que de esa manera nos genera otro tipo de reflexiones. El cine nos permite ver y descubrir realidades de una manera muy especial y muy íntima. Uno pudo haber visto muchas entrevistas a curas de la villa o a las familias que viven en cualquiera de estos barrios, pero la manera en que el público se va a relacionar con esta película es diferente a la manera de la gente que leyó la crónica en el diario o que escuchó una noticia en la radio. Me gusta que estas películas propongan una manera de acercamiento más íntimo y más personal que simplemente con la frialdad que, a veces, te plantea una noticia en el diario o en la televisión.
–¿En qué medida hacer una película es un hecho político?
–El cine es político por definición. No necesariamente porque tenga que hablar de una realidad política puntual de un país o de una época, sino porque el cine deja un testimonio sobre un momento. Por más que las películas hablen del pasado o sean de ciencia ficción, siempre dejan una marca. Y estas películas están atravesadas por una época. Siento que es imposible pensar el cine si no es de una manera política, porque está metido en nuestra cotidianidad. Y el cine provoca y convoca. Incluso cuando una película, en apariencia, carece de un pensamiento político, es una expresión de una mirada política del mundo. Cuando una película está exacerbando o buscando un mensaje político evidente, también. Los extremos y todo lo que hay en el medio ponen al cine dentro de la vida social de todos nosotros, y por lo tanto se convierte en hecho político.
–Antes hablaba de que sus películas suelen tener un fuerte anclaje en la realidad social. ¿Cree que el cine ayuda a conocer mundos que no se conectarían directamente?
–Totalmente. Y aunque parezca naïf y suene un poco ingenuo, el cine tiene la posibilidad por lo menos de traer elementos para que los factores y las personas que tienen la capacidad de cambiar cosas se movilicen. Y siendo espectador también me sentí conmovido por películas que me hicieron pensar sobre cosas. De alguna manera, ese compromiso que uno tiene con la película cuando la ve como espectador lo invita a ser un agente de cambio cuando sale de verla. El cine tiene la posibilidad de influir en la realidad, de convocar y de proponer, generar espacios de debate, movilizar cosas.
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