CINE › OPINIóN
› Por José Villarruel *
La polémica que detonó la exclusión de Tierra de los Padres del Bafici 2012 impone una reflexión historiográfica sobre estos diálogos en torno de los crímenes políticos que poblaron la historia poscolonial y, más tarde, desde la formación del Estado-Nación. El autor apela a dos sentencias que por antagónicas son complementarias pues suponen que una nación se construye sobre un pasado común, aunque esa pesadilla amenace con aplastar la razón del presente. Tiempos diversos atraviesan una arrasada Plaza de Mayo hasta regresar a ella en una época actual poblada por otros escenarios, entre ellos los cuerpos de masacres anónimas o de un horizonte donde se dispersan centenares de cascos vacíos abandonados en las islas Malvinas. Esa escenografía inicial pronto es abandonada en beneficio de un documento, el Cementerio de la Recoleta, que ilustra las tensiones de un lejano pasado mediante el diálogo de la palabra escrita y los restos custodiados por el mármol, la piedra o el bronce. Mausoleos que no son tan dispares como los autores de antiguas luchas. Un cementerio es un documento cuyas representaciones no se restringen a la palabra escrita sino a las formas simbólicas de ofrecer el recorrido de dramas multiplicados. Una historia de las concepciones de la violencia y una lectura de los enemigos en combate se despliegan en los testimonios escogidos cuya lectura se descorre sobre el telón de fondo de cargas de caballería o de infantería, de estatuas en cuya concepción se regresa, como una obsesión, a cuerpos y armas. No sólo en los epígrafes mortuorios sino en los símbolos que pueblen el cementerio, se reproducen una humanidad inerte y una religiosidad cuyo diseño testimonia inevitables distancias y abismos de cada época entre sí.
La exploración de una historia con visos más estructurales que episódicos se inicia con la Ojeada retrospectiva, de Esteban Echeverría, escrita en Montevideo durante su exilio de 1840. Allí, apela a la fraternidad y la concordia para la salvación de la Patria. La idea oficia de prólogo a una excelente selección de fuentes donde dominan días de muerte y luto, para cerrarse en las últimas escenas con el Prólogo escrito en 1810 por Mariano Moreno a la traducción que realizara de El Contrato Social de J.-J. Rousseau. Entre cada una de las reflexiones, los pasillos apenas habitados, transitados por trabajadores preocupados por el aseo y la subsistencia ofician de nexo. Hacia el final, las preocupaciones se abren paso al drama contemporáneo e inmediato en el que aún resuenan los ecos de esa enorme pesadilla colectiva, de esa “peste psíquica” (S. Freud) encarnada por el terrorismo de Estado, cuyo primer hito tan afrancesado como tributario de los socavones de la guerra de Vietnam y de Argelia, de la experiencia acumulada en la concepción de la contrainsurgencia descubrió su acta de nacimiento con la Masacre de Trelew de 1972. El lenguaje cinematográfico bascula desde la palabra al símbolo. Y, en esa tensión, es posible descubrir autores anónimos u otros que, desaparecidos, hoy se ofrecen a un público universal. El terrorismo de Estado no ha sido una elección aislada. Ha calado en la formación de los oficiales (el Diario de Campaña, de Acdel Vilas, de 1975, o el discurso de Ibérico Saint-Jean de 1977), en la jerarquía eclesiástica (monseñor Bonamin con la Bendición de Armas de 1975) o en la solicitada firmada por las corporaciones en 1983, Los argentinos queremos decirle al mundo, donde no trepidan en afirmar que, “en idénticas circunstancias, volveríamos a actuar de idéntica manera”. Al dejar las bóvedas el sol del atardecer cierra estos diálogos que no escapan a la forma del contrapunto.
* Profesor titular consulto de la materia Historia Social Argentina. de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA.
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