CINE › OPINIóN
› Por José Vazeilles *
La tecnología del cine permite nuevas posibilidades de narrar, descubiertas por Sergei Eisenstein, aunque por influencia anglosajona muchos la atribuyen a John Ford, cuyas ruedas de las diligencias se inspiraron en las máquinas del acorazado Potemkin. En consonancia, la teoría floreció en ese ámbito revolucionario ruso y quiero recordar que Pudovkin dijo que las bases de un film son argumento y montaje. La filmación se ha combinado luego con el periodismo, dando origen al “cine documental”, con motivos bélicos, represivos, de culturas alejadas de la del público destinatario.
Por empirismo, algunos suponen que en la masa del material documental se puede prescindir del argumento y aun que se debe, para no alterar la objetividad del material, lo que es falso, pues lo que ocurre es que el argumento “implícito” suele ser muy tramposo. Celebro como mérito de Tierra de los padres tener argumento, lo que permite juzgar la eficacia del montaje. Dejando más claro mi juicio, me refiero a un grosero ejemplo de lo contrario con un film con abundante material bélico documental, difundido varias veces en la TV local, Apocalipsis, la segunda guerra mundial, que encierra groseras patrañas tan abundantes como el profuso material. No diré más, pues mi objetivo es comentar Tierra de los padres y no Apocalipsis.
La importancia del argumento resalta en Tierra de los padres porque aún tiene una mayor libertad argumental, ya que si bien usa el material documental de acontecimientos bastante recientes de la historia argentina, en torno de despiadadas acciones policiales represivas, con frecuencia a cargo de las Fuerzas Armadas supuestamente encargadas de la “defensa nacional”, que el montaje y las citas dejan en claro y también el feroz racismo implícito y luego usa a los panteones del cementerio de la Recoleta como soporte documental para intercalar textos con pensamientos de los allí sepultados, en su enorme mayoría prohombres de las clases privilegiadas que acuñaron con tesón ideas y prácticas represivas. También es elogiable hacer notar que esa actitud sin fisuras frente a trabajadores, pobres en general, castas serviles y esclavas de indios autóctonos y africanos importados no fue óbice para la existencia de un faccionalismo violento en la disputa por la riqueza producida por aquellos. Este enfoque permitió finezas, como la inclusión metafórica del trabajo de conservación de los trabajadores del cementerio o la disputa de dos gatos por un trozo de carne.
Con lo dicho hasta aquí, queda claro que en caso de hacer balance, éste resulta bien positivo para una narración que ayudará a aliviar el proceso de decadencia cultural que aflige a nuestro país y cuya principal causa son las bajas asignaciones de recursos destinados a la educación pública en todos sus niveles. Por eso no hago hincapié en indagar las fallas de montaje que he dicho el argumento me permitiría y sólo diré que tal vez la santificación que hizo Henry Kissinger del régimen militar genocida o el uso de Martínez de Hoz del Teatro Colón para homenajear a David Rockefeller podrían haber completado la pintura.
* Profesor consulto de Historia Social Argentina y Latinoamericana de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA y profesor titular de la cátedra paralela Historia Social General de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA.
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