Sábado, 25 de agosto de 2012 | Hoy
CULTURA › OPINIóN
Por Ricardo Mariño *
Como promotor de la lectura, soy un evangelizador vergonzante. Un predicador que se avergüenza de su traje negro y los zapatos lustrados, que no puede ensayar la sonrisa comprensiva hacia los descarriados, y que hasta está dispuesto a aceptar que se puede vivir sin ese dios en nombre del cual uno ha tocado el timbre a las ocho de la mañana del domingo.
Inicio del sermón: siempre se asoció la lectura con cierta expansión del individuo y se subrayó su valor como recurso para entender el mundo y ser más libre. En esta época de avance del discurso técnico, de indigencia verbal y de construcción de un medio ambiente que uniforma, la lectura, especialmente la lectura de literatura, parece ser imprescindible para restituir la salud de lo central que nos constituye como sujetos: el lenguaje. A diferencia de los sistemas de señales o de códigos de las máquinas y de algunos animales, nuestro lenguaje incluye la diferencia, la ironía, la cita, el error, la vacilación, el lapsus, la conciencia de expresarse, y todo eso que lleva a decir lo propio, lo singular de uno en cada momento. Una imagen no vale mil palabras salvo en el caso de que se tenga posesión previa de esas mil palabras. El mecánico ve mil cosas cuando abre el capot del auto, yo no. Respecto de los problemas que puede provocar un coche, él goza de más libertad que yo. A más palabras, más libertad. En esta época en que el género charla está en vías de extinción y la gente parece dialogar mediante los lugares comunes de la televisión, en esta época en que la gente habla como navega por Internet, sin anclar en nada concreto, sin hacer “trabajar” a las ideas, la lectura de literatura que exige despojamiento y paciencia es la vía más apropiada para encontrar lo singular, lo que nos expresa. La literatura ensancha los límites del lenguaje, pone a la vista sus estrategias y la lectura, como los viajes, da perspectivas, aporta nuevos ángulos de visión, hace a la gente menos esclava de las convenciones, pone distancia respecto del discurso ajeno. Todo lo que puedo decir en mi sermón es que la lectura es savia, savia con “v”, y que es protección contra cualquier intemperie. Fin del sermón.
Pensándolo mejor, es la predicación lo que no me cierra, la lata de vendedor, lo publicitario, la carga de moralismo que hay en las bajadas de línea que piden más y más lectura. Si no me va la predicación, en cambio no tengo más que buenas expectativas hacia los milagros. Produzcan un milagro delante de mi casa y tendrán en mí un creyente. Hagan que la lágrima resbale por la cara del santo el día que yo visite la iglesia, y me tendrán con ustedes. Separen las aguas para que yo pase, y contarán con mi fidelidad. Milagros, epifanías, apariciones, sí, predicación no. La directora pintarrajeada diciendo por el micrófono que hay que leer, no. Milagros llamados Borges, Kafka, Arlt, Bolaño, Flaubert, Saer, Carson Mc Cullers, Philip Dick, Pizarnik, sí. Acerquemos los milagros a las casas, llevemos los milagros a las escuelas, que no quede un argentino sin su milagro.
* Escritor.
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