Lunes, 29 de octubre de 2012 | Hoy
LITERATURA
Nada justifica que yo corte esta línea en dos, pero
fui a sentarme y se me vino encima el sillón.
“¿Pensarán que soy surrealista?”, me dije.
En ese momento decenas de poetas
intercambiaban sus muertes, sus cisnes, sus mercados
(¿qué más se puede hacer
cuando se escribe mal?).
Resbalé todavía unas cuantas veces más
tratando de levantarme, siempre sin gracia,
mientras unos relámpagos
firmaban el cielo en el jardín.
¡Qué vergüenza!
“Salir y que haya afuera, salir y que haya afuera”,
no pensaba en otra cosa.
Una mujer (con los ojos ilustrados
por la tormenta)
lanzó un brazo sobre mis hombros
como un boomerang
y me preguntó si estaba bien.
Me dejé llevar. La lluvia, fina,
nos cubrió en el primer escalón.
A mitad de trayecto un grillo saltó sobre mi cara:
“¡Tenés que creerme, yo también soy de allá!”.
Chocamos –al pasar– con el dedo extendido
de una estatua, rompiéndolo.
Ya en su auto, un auto pálido, impecable,
los seguros se activaron.
“Discutamos, mi amor,
ahora que ya no somos libres,
ahora que ya no hay nada que decir.”
Entonces (recién entonces) reaccioné.
Seguía en el suelo.
(¡Ah, qué modo éste, qué maneras
las del presente sin el ruido de lo actual!)
“El piso de esta sala debió ser locamente lustrado
para que un sillón se comporte así.”
* Parte de este poema, que Fogwill no llegó a leer, está incluido en Borgestein (Mondadori).
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