MUSICA › SE ESTRENO LA OPERA DE OSCAR STRASNOY CON TEXTO DE COPI
› Por Diego Fischerman
Escrito en 1981, Cachafaz, uno de los últimos textos de Copi, podría tratarse de un objeto demasiado fechado. Sin embargo, su efecto está lejos de agotarse en las posibilidades de comicidad de esa suerte de catálogo obsceno, un recurso transitado hasta el hartazgo hasta por la televisión más banal, porque ésa es apenas una de las partes que constituyen la obra. La otra es la tensión, el extraordinario reino de significados múltiples que se abre a partir de la superposición de lo soez con la rima octosílaba de la gauchesca, con tradiciones literarias –y políticas– caras al Río de la Plata y hasta con el teatro de revistas, precisamente por la oclusión de lo que allí sería uno de sus principios constructivos: el doble sentido.
En Cachafaz no hay picaresca sino enunciación cruda. Y la estricta medida de ocho sílabas por cada verso, que remite a la payada y la milonga, son también las del antiguo romance y cuentan aquí otro romance: el romance sin medida entre Cachafaz, un ladrón seductor y eterno compositor de un tango inconcluso, y la Raulito, travesti trágica y bárbaramente enamorada que se define diciendo “¿puto?, pero no exageremos, / soy un poco amanerada / tengo chic y tengo garbo / ¡pero es porque tengo tango!”. Oscar Strasnoy, en un trabajo brillante, se apropia de esta ética de las superposiciones que ya expone el subtítulo “tragedia bárbara”, poniendo en un mismo plano aquello que según el teórico Mijail Bajtin eran dos polos: la épica y lo carnavalesco. Bajtin sitúa el origen de la novela en el segundo campo y utiliza para ello una palabra de resonancias musicales: polifonía. Strasnoy devuelve el carnaval (el territorio de lo travestido por excelencia) al terreno de la polifonía y, sobre todo, del origen de la ópera. Con todo su andamiaje de citas, alusiones y colisiones de géneros y fuentes, Cachafaz no podría ser una ópera más estricta.
Si el primer gesto compositivo es la instrumentación, en la orquesta heterogénea de Strasnoy (violín, clarinete, trompeta, trombón, órgano electrónico, guitarra eléctrica y de concierto, contrabajo y percusión) conviven lo alto y lo bajo. Y el interludio lo pone en escena: lo que suena es la obertura de La forza del destino, de Giuseppe Verdi, en una reinstrumentación magistral que es mucho más que un cambio tímbrico o de color. Verdi se convierte en objeto no sólo encontrado sino también travestido y puesto en otro lado. Catálogo de atrocidades (con parodia incluida al catálogo de Don Giovanni de Mozart), la obra transita por el asesinato y la antropofagia (y las vísceras colgadas como ropa mojada, en el conventillo exactamente metafísico de la notable puesta de Pablo Maritano con escenografía de Andrea Mercado) con un tono que es, a la vez, de una extremada contención.
Pol González y Víctor Torres, los dos intérpretes protagónicos, dos barítonos aunque de color vocal contrastante, componen una pareja en la que, más allá de los excesos de la lengua (y junto con ellos, desde ya), prima la ternura. El final, con ellos muriendo abrazados, es absolutamente conmovedor. Vocalmente impecables, la composición de ambos es antológica y, particularmente en el caso de Torres, con un personaje más complejo (y más al borde de la caricatura), la manera en que lo sostiene siempre más acá de cualquier posible exageración, es asombrosa. Tal vez los únicos –módicos– excesos sean los de Alejandra Flechner como el policía, con intercalaciones en el texto, algún “m’hijo” o algún “vea”, por otra parte, aunque pertinentes desde el punto de vista de que rompen sin mayor justificativo la rítmica implacable del octosílabo. Presentada en el marco del Ciclo de Conciertos de Música Contemporánea del Teatro San Martín, esta obra estrenada en Francia en 2010 es, sin duda, uno de los puntos más altos de la producción lírica reciente. El formidable trabajo del Ensemble 2e2m y su director Pierre Roullier, y del coro Diapasón Sur, que conduce Mariano Moruja, sumados a la precisa dirección escénica de Maritano y la complicidad de un equipo técnico excelente –Mercado, el diseñador de iluminación Gonzalo Córdova y la vestuarista María Emilia Tambutti– estuvieron lejos de ser accesorios, por su parte, en esta luminosa presentación local que convierte la oscuridad de los afectos (ese viejo tópico de la ópera) en una de las bellas artes.
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