Martes, 6 de junio de 2006 | Hoy
CINE › “LA PROFECIA”, SEGUN JOHN MOORE
No se trata de una secuela ni de una remake, sino de un calco o un clon.
Por Horacio Bernades
La tentación onomástica era demasiado fuerte. ¿Cómo no lanzar una remake de La profecía el 6 de junio de 2006? Como todo el mundo sabe, ésta fue la película que explotó a fondo la superstición según la cual hay un número que identifica al demonio, el 666. De allí que en la película original el hijo del diablo nazca el sexto día del sexto mes, a las seis de la mañana. Ahora –hoy– asistimos a una doble conmemoración: no sólo se cumplen 30 años del estreno de la original, sino que es el día 6 del mes 6 del 06. Carambola completa, y aquí está entonces La profecía versión 06. Que no se titula La profecía V por la sencilla razón de que no se trata esta vez de una secuela, sino de la remake de la original. Aunque, más que la remake, habría que decir el calco o el clon. Sin llegar al extremo de la Psicosis de Gus van Sant (que copiaba la de Hitchcock plano a plano), esta Profecía sigue a la de 1976 escena a escena. Hasta el punto de que una y otra duran prácticamente lo mismo.
¿Tiene algún sentido repetir una película, tres décadas más tarde? Seguramente no. Lo que no quiere decir que, si se la juzga por sí misma, esta Profecía carezca de méritos. Aun con sus debilidades, el guión sigue siendo claro y efectivo, está puesta en escena con nitidez y tiene un muy buen elenco. Detalle más, detalle menos, la historia es básicamente la misma. El 6 de junio de 2006, poco después de las 6 de la mañana, Robert Thorn (Liev Schreiber, visto recientemente en El embajador del miedo) se entera de que su hijo ha nacido muerto. Para reparar la pérdida y evitar que su mujer, Kathryn (Julia Stiles, una de las actrices más discretas de todo Hollywood), se hunda en una depresión sin remedio, un sacerdote del hospital le propone hacer pasar por suyo un niño nacido a la misma hora, cuya madre murió en el parto. En uno de los mayores errores jamás cometidos por un personaje cinematográfico, Thorn acepta. A aguantársela, entonces.
La historia (reescrita por el guionista de la original, David Seltzer, que volvió a cobrar por ello) sigue siendo tan chupacirios como siempre lo fue. El hijo de Satán nace en Roma porque allí está la sede de la Iglesia, el propio Papa (que se parece más a Juan Pablo II que a Benedicto) se entera en su lecho de muerte, la clave de todo lo que pasa la tiene el cura más fundamentalista del mundo (encarnado por el escocés Pete Postlethwaite) y para asesinar a la Bestia es necesario seguir un antiquísimo ritual de la liturgia católica, tal como sucedía en El exorcista. Que es, recordemos, la película cuyo éxito La profecía original intentó replicar (y lo logró). El tiempo transcurrido y las calamidades actuales permiten que el mundo contemporáneo se pinte, con mayor precisión aún que en 1976, como el Reino de Satán. Al comienzo, cierta profecía del Libro del Apocalipsis se interpreta como anunciatoria del 11 de septiembre, la caída del Challenger y la guerra israelí-palestina, entre otras catástrofes contemporáneas.
Y allí viene a encajar la Llegada de este Anticristo. Excretado para más datos desde el riñón de la alta política, a la que el Vaticano suele ver como el Mal encarnado, Robert Thorn (el “papá” de Damien) es un embajador, a quien apadrina el mismísimo presidente de los Estados Unidos. Pero ya se sabe que ninguna película es mejor o peor porque se compartan más o menos sus tesis implícitas, y es así como en términos dramáticos La profecía funciona. Con excesiva solemnidad, seguramente, pero también con mayor intensidad que la original, dirigida poco más que en automático por Richard Donner. La fotografía en clave baja y el clima predominantemente lluvioso hunden el film en un aura francamente ominosa, con la historia llevada por una progresión implacablemente clásica. Igualmente clásica es la puesta en escena del británico John Moore (cuyo debut en cine, Tras las líneas enemigas, había sido pura rutina), que no se deja engañar por ningún truquito de los que suelen deslumbrar a sus colegas.
Moore prefiere narrar con total sobriedad, alterada sólo en un par de ocasiones por la clase de mazazos dramático-sonoros que hacen saltar al espectador en su butaca. Pone todas sus fichas en las escenas culminantes y logra mejorar lo hecho por Donner gracias a una construcción más pausada y detallada de cada crimen, con la escena de la bañera de Psicosis como modelo evidente. Que los protagonistas tengan menos presencia que en la versión 1976 (Gregory Peck y Lee Remick) en algún punto permite una mayor cercanía con ellos. En el papel del fotógrafo-revelador (tanto en sentido químico como esotérico), el gran David Thewlis le empata al David Warner de la original, mientras Pete Postlethwaite dota a su cura dogmático de una estatura dramática bastante mayor que la de su equivalente anterior.
Pero claro, el detallecito del elenco es la reaparición de Mia Farrow. Sorprendentemente joven y bella, la ex Rosemary pasa de víctima de Belcebú a su agente, en el papel de la demoníaca institutriz cuya misión es proteger y guiar al temible Damien. “Desde hace casi 40 años vengo criando niños”, dice con su sonrisa más angelical al presentarse en casa de los Thorn, y uno no puede evitar recordar que pasaron 38 desde El bebé de Rosemary. “Es el papel de mi vida”, agrega. No hay duda de eso.
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