CINE
› Por Luciano Monteagudo
La guerra siempre fue un tópico muy transitado en la historia del cine, no así el mundo del trabajo. La obra de Harun Farocki que se presenta en estos días en Buenos Aires (ver aparte) se aproxima al primero de una manera radical, mientras que aborda al segundo de forma obsesiva, sistemática. Y en muchos casos vincula ambos mundos con una mirada tan contundente como esclarecedora, capaz de echar una luz sobre una relación no por evidente menos oscura.
Es el caso, por ejemplo, de Ojo / Máquina II (2005), una de las cinco videoinstalaciones que presenta en la Fundación Proa. Durante 15 minutos, dos grandes pantallas simultáneas (lo que Farocki denomina “montaje blando” en contraposición al montaje sucesivo) ponen en relación distintas imágenes asociadas al “complejo industrial-militar”, de manera que queda más expuesto que nunca hasta qué punto el sector civil contribuye con su progreso al desarrollo militar, y viceversa, retroalimentándose constantemente. Un caso emblemático es el de esa bomba que en 1942 imaginaron los nazis, con una cámara filmadora en su núcleo, un experimento que recién pudo poner en práctica la fuerza aérea estadounidense medio siglo más tarde, durante la Guerra del Golfo, donde el impacto sobre un blanco se podía ver en televisión como si fuera un videojuego.
Esa relación entre ojos y máquinas guerreras ya estaba en Imágenes del mundo y epitafios de la guerra (1988), uno de los nueve films que Proa proyecta en su auditorio, bajo la curaduría de Inge Stache. Allí se expone de qué manera, durante la Segunda Guerra Mundial, los analistas estadounidenses no alcanzaron a ver en las fotos aéreas de su aviación el campo de concentración de Auschwitz porque sólo les interesaba una planta industrial muy cercana, que iba a ser bombardeada. Ni la mirada ni los pensamientos son libres –parece decir Farocki– cuando las máquinas, en manos de la ciencia y de las fuerzas armadas, determinan el objeto de la investigación.
En Juegos serios III: Inmersión (2009), otra de sus videoinstalaciones, Farocki da cuenta de la utilización de escenarios ficticios de juegos de computadora para el tratamiento psicológico de los soldados norteamericanos que vuelven del frente de batalla en Irak. Allí también hay un trabajo de investigación a cargo de civiles (psiquiatras, programadores informáticos), pero no tanto para la recuperación emocional de los pacientes sino más bien para su reincorporación a las filas del ejército.
Taxonomista por excelencia y clasificador compulsivo, Farocki (que en cuatro décadas de labor ya lleva realizados alrededor de cien films y videoinstalaciones) no trabaja tanto con el llamado “found-footage” porque, antes que utilizar materiales encontrados al azar, busca imágenes específicas a las que luego ordena, jerarquiza y pone en diálogo, como sucede en la videoinstalación Trabajadores saliendo de una fábrica durante once décadas (2006). Desde La sortie des usines Lumière (1895) hasta Bailarina en la oscuridad (2000) de Lars Von Trier, pasando por Metrópolis (1927) de Lang, Tiempos modernos (1936) de Chaplin y El desierto rojo (1964) de Antonioni, once monitores exhiben simultáneamente esa misma escena, que en su multiplicidad dispara sentidos diferentes a los originales. Las fábricas allí exhiben su carácter de núcleos sociales, pero también su costado gris y represivo, un universo concentracionario custodiado por guardianes y rejas, que dividen el adentro y el afuera.
El campo de tránsito de prisioneros judíos de Westbrok que muestra su film Respiro (2007) –quizás el más impactante de la obra de Farocki que ahora se exhibe en Buenos Aires– se presenta, a simple vista, casi como una mera fábrica. Las imágenes, mudas, provienen exclusivamente de material rodado por Rudolf Breslauer, un fotógrafo de Munich que huyó con su familia a Holanda y allí cayó prisionero, siendo obligado por los nazis a rodar un film que diera una imagen positiva del campo. Se ve el trabajo de los hombres en un taller metalúrgico y el de las mujeres en una hilandería. La máquinas de escribir parecen las de una oficina cualquiera, si no fuera por las estrellas amarillas de quienes las usan.
Farocki apenas interviene las imágenes con alguna repetición o ralenti y con unos intertítulos informativos. Pero al ir precisando fechas, nombres y cifras, al identificar a las víctimas y ubicarlas en su tiempo y espacio, el film alcanza a dar la verdadera dimensión del horror. Como el caso de Settela Steinbach, una niña de diez años, la única que la cámara de Breslauer registra en primer plano (“El miedo a la premonición de la muerte se lee en su rostro”, dice Farocki), que el 19 de mayo de 1944 fue una de las 691 personas que partieron de esa factoría en apariencia inocua en un tren que las entregó a las fábricas de la muerte de Auschwitz-Birkenau.
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