Jueves, 4 de julio de 2013 | Hoy
CINE › LA MIRADA DEL PROTAGONISTA
Desde Purmamarca, en algún lugar montañoso donde no hay señal para hablar por celular y donde aprovecha para hacer siesta, el protagonista del film responde a un cuestionario de Página/12 vía Facebook.
–¿Quedó conforme con la imagen que da de usted el documental?
–¿Vio que en los espejos siempre te ves más gordo o más petiso? Un amigo dice que en las veredas se sorprende mirando su reflejo y pensando “¿quién es ese viejo que me mira desde la vidriera?”. Uno siempre cree ser distinto. Con el documental me pasa lo mismo. Al verlo pienso: “¿Por qué dije esa boludez?” o “¡Qué pavo riéndome tan fuerte!”. Por buena que fuese la edición siempre estaría pensando más en lo que le falta que en lo que tiene.
–¿Quién aparece en el documental? ¿Kartun, la persona, o Kartun, el dramaturgo?
–Son inseparables. Las profesiones se manifiestan en la capacidad de resolver sus gajes sin pensar. Con el cuerpo, digamos. Vivo mirando, anotando y estimando en cada pequeña gilada que viola lo cotidiano sus posibilidades dramatúrgicas. Ayer en un museo miraba a un administrativo laburar con guantes blancos de algodón, medio siniestros, imagen que encanuté minuciosamente a la salida. De vez en cuando hasta sueño teatro. Los autores o guionistas somos de los pocos seres sobre la Tierra que pueden soñar un sueño en el que no estamos incluidos.
–¿Cuán importante es el tiempo libre para la creación?
–Depende de cada creador. No he dejado de crear ni en las épocas de mayor vorágine, que en mi vida fueron mayoría. Pero para mí, que laburé tantos años en el Mercado de Abasto, levantándome a las dos de la mañana y durmiendo en cuotas, o vendiendo electrodos con un Citroën, diez horas por día yirando por talleres, esta otra forma de vida que elegí y conseguí a costa de resignar otras cosas me hace feliz cada mañana. Dicen que el que trabaja en lo que ama cumple el sueño de vivir sin trabajar. Poder ver pasar los días laburando en mi jardín, lavándome las manos de tierra nada más que para comer, escribir o tocar a la persona querida son parte de una módica utopía alcanzada.
–En un segmento habla del poder de la palabra, pero no amplía. ¿Cómo definiría en el día de hoy ese poder?
–La palabra conserva íntegro su poder revulsivo. Claro que no cualquier palabra lo tiene. Sobreabunda palabra, hay plaga, entonces nadie la registra más allá de su utilidad inmediata: “Dame un mate”, “tomá”. Pero cada tanto ataca la palabra violadora, la que rompe la parsimonia, la red de conceptos. Esa modifica la realidad, queda en otra cabeza, trasciende. Es como cuando te peleás con tu pareja: decís un montón de cosas intrascendentes, que van a desaparecer con el primer beso de reconciliación, pero por ahí proferís la violadora, la que va a quedar, la que altera el orden, la que volverá con cada pelea. O la que revela una nueva verdad. Esa palabra creó algo alrededor. En el arte los que trabajamos con ella buscamos algo parecido. Y de vez en cuando lo conseguimos.
–¿Qué representa en su vida la transmisión a otros?
–Creo en ese mínimo compromiso vital de pasar por la vida dejando cuando te rajes al menos lo mismo que tomaste. Vivir de un oficio y no transmitirlo para que otro lo haga es un acto miserable. Cuando veo a mi alrededor ex alumnos jóvenes que viven a su vez de aquello que les pude enseñar, aunque sea en parte no importa, siento tanta alegría –y a veces más– como con logros propios.
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