LITERATURA
Durante varios años, desde que egresé del colegio hasta la desaparición de mi papá, tuve un sueño recurrente: ya soy adulta pero tengo que volver a clase; llegó una carta informando que me falta una materia para terminar el secundario. El delantal me queda chico, mis compañeros me miran con asombro y yo soy bastante torpe para moverme en el aula: me choco con los pupitres y todos se burlan de mí. A veces La Bellido me encuentra desnuda en la sala de profesores y me pone amonestaciones. Según me fui enterando cada vez que lo contaba, ese mismo sueño, con algunos matices, es bastante común.
Desde hace siete años, esa pesadilla fue reemplazada por otra: cada tres o cuatro meses sueño con el Amazonas. Sobre un suelo de hojas secas, bajo un techo de árboles que casi no dejan que se filtren los rayos del sol, mi papá da vueltas alrededor de su grabador de periodista. Se lo ve un poco más barbudo y canoso que la última noche que caminé con él por Chacarita, pero sigue teniendo, tan blanca y planchada como siempre, la camisa que usaba para ir a la redacción. Mientras gira en círculos graba mensajes para mi mamá, para Matías y para mí en un portuñol tan cerrado que casi no alcanzo a descifrar.
A veces, en el sueño aparece una variante: la selva amazónica se convierte en el monte tucumano, y la vegetación tropical en cañaverales. Entonces aparece un grupo de guerrilleros con fusiles al hombro que se acercan a preguntarle a mi papá a qué compañía pertenece. El líder de ese grupo es el papá de Eugenia; cuando se reconocen de la puerta de la escuela se saludan con un abrazo y se quedan charlando sobre sus hijas mientras los demás limpian las armas.
* Fragmento de Los puentes magnéticos (Entropía).
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