Miércoles, 12 de julio de 2006 | Hoy
MUSICA › OPINION
Por Eduardo Fabregat
Los grandes titulares suelen quedar reservados a las estrellas de fuste, aquellos que ponen la trucha y la firma en las grandes obras del rock argentino. Pero el tipo que se fue ayer es, también, y a su modo, un pedazo grande del rock local. Estuvo allí donde comenzó, marcando el pulso de Los Gatos, la banda que se subió a una balsa y demostró a toda una sociedad que el movimiento argentino iba a ser algo más que unos loquitos de pelo largo siguiendo la moda Beatle. Estuvo en una de las bandas más elaboradas de la escena, una Máquina de Hacer Pájaros que quedó sepultada por el antes y el después de Charly García, pero aun al día de hoy conserva valores musicales innegables. Estuvo, también, en ese “después” de García: como en la Máquina, Oscar Moro fue el motor incansable de Seru Giran, sostén virulento para las sutilezas de su compañero de base Pedro Aznar, parte del mito aunque no cantara, no compusiera, cumpliera con el rol algo ingrato del baterista allá atrás. Con Nebbia, con Color Humano, la Pesada de Billy Bond o Riff, con su único intento solista junto a Beto Satragni, Moro atravesó más de cuarenta años de rock argentino con la misma naturalidad del tipo de barrio, formación de batero clásico y simpleza de músico tracción a sangre, capaz de arrasar con el rock más sanguíneo junto a Pappo o meterse sin problemas en los laberintos que más de una vez propuso García.
No es fácil acostumbrarse a esta demostración de maldita madurez que hace que el rock de las pampas siga perdiendo figuras que enriquecieron su historia. En la misma mañana en la que uno digería con disgusto la despedida de Syd Barrett, la inmediata noticia del adiós de Moro fue un baldazo más cercano: para el argento medio, Syd nunca se despegó de la leyenda, era la foto borrosa de un tipo desgreñado sacando la basura en Cambridge. Pero Moro era un Gato, era el carnicero en la tapa de La Grasa de las Capitales y la tremenda batería que abría el disco, el tipo de musculosa que sudaba la gota gorda en cada show de Seru Giran, el que ganaba las encuestas anuales en Pelo de modo indiscutido, el socio del silencio que, fiel a la leyenda de los bateristas, sólo se expresaba a través de sus palillos. Un tipo que encarnaba a la perfección eso que en los ’70 y ’80 se definía orgullosamente como polenta, inspiración para integrantes de una nueva generación que, en medio del estallido de popularidad del rock argentino, vio No llores por mí, Argentina en Obras –otro símbolo de una era que se va: Obras era Obras, no un estadio sponsorizado al que se le cambia el nombre por la fuerza del dinero– y se puso a golpear parches soñando con su propio momento bajo las luces. No, no es fácil acostumbrarse a que el rock argentino ya no sume sólo canciones sino también necrológicas frecuentes, un día Pappo y un año después Moro. Queda el olor de los jazmines viejos, y la mustia sensación de que el tiempo se echó a perder.
No se banca más.
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