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Domingo, 16 de julio de 2006

LITERATURA › OPINION

El arte de mostrar caminos

 Por Pablo Ramos *

Llegué al taller de Liliana Heker con hambre, venía de haber pasado las de Caín y quería darle un sentido a mi existencia, ya que cada mañana la idea de que yo era un engendro, un deficiente moral, un tropiezo de Dios en la Tierra, me torturaba. Con eso llegué, misticismo incluido, y un gran bagaje de lecturas. Esa fue la materia prima que Liliana supo ver, alimentar, enseñarme a dejar salir, a transformar en escritura. Dice de mí en Zona de Clivaje: “Para Pablo, porque sé que de tanto desborde va a salir –ya está saliendo– una hermosa literatura (...)”. Esto es anterior a que yo ganara algún premio, a que publicara, anterior incluso a que yo empezara a creer en mí, en mi destino de escritor. Antes de conocerla yo había leído su obra (no entiendo a los que van al taller de un escritor y no lo han leído previamente). Don Juan de la casa Blanca: una fotocopia que un preso viejo me dio en Caseros. Fue lo primero que leí de ella, y me voló la cabeza. Yo la admiraba y ahora era uno de sus alumnos. Pero nunca me acostumbré a tenerla ahí, y creo que ésa fue mi ventaja. La amistad no me hizo perder la perspectiva de quién es ella. Yo, que sentía vergüenza por no haber terminado la secundaria, necesitaba aprender, y vi en Liliana la posibilidad y puse esa posibilidad por encima de todo, sin discusión, sin dudas.

Funcionó. Escuché las críticas de mis compañeros, escuché sus críticas (en ese momento Sus críticas) y caí, mil veces. Me sacudí el polvo y volví a empezar. Y en un momento, casi de golpe, logré mi primer cuento. Cuando lo leí en el taller, sentí la electricidad de mis palabras. Una compañera lloró con el final. Maestra, formadora no. Liliana no me formó, por suerte, ella es demasiado inteligente como para meterse a tocar lo que nadie debe tocar. Liliana me mostró un camino, me dio recursos técnicos, su punto de vista sincero, el nombre crudo de cada cosa y yo me formé: di con mi forma. Aprendí algo más valioso que el buen uso de un gerundio, que la impotencia de un adjetivo que pretende salvar la mala elección de una palabra. Aprendí a pensar la literatura, y aprendí que escribir es el sentido final de mi vida.

* Autor de El origen de la tristeza.

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