Jueves, 24 de abril de 2014 | Hoy
OPINIóN
Por Daniel Divinsky *
“Y de nuevo nuevamente... en la vieja redacción.” Sólo quienes peinen canas –o ya no peinen nada– recordarán este estribillo que anunciaba cada nuevo bloque en un programa de Radio El Mundo que se llamaba El relámpago, allá lejos y hace tiempo. Y ésa fue la sensación que tuve el Viernes Santo cuando entré por enésima vez al escenario en pleno montaje de donde se desarrollará la Feria del Libro, esta vez la número 40 (y a la que quizá los locutores hayan aprendido a llamar “cuadragésima” y no “cuarenta ava”). Eso después de estacionar mi auto en La Rural, 36 pesos la hora, tarifa de Manhattan, tal vez la más alta de Buenos Aires. ¿Cuándo será del país ese predio malhabido? No tengo mis archivos en la compu en la que escribo, así que a sabiendas corro el riesgo de repetirme: confío en la mala memoria de los lectores respecto de mis pocas memorables columnas de años anteriores en Página/12 y en otros medios.
Un aniversario redondo invita a una evocación en perspectiva. Y si algo hay que destacar como evolución elogiable en todo este tiempo es la progresiva desmilitarización, laicización y democratización de la Feria. Nacida en 1964, en la breve primavera civil del gobierno de Illia, ya para su tercera edición, comenzada a pocos días del golpe del ’66, sufrió el impacto de la dictadura. Un día previo a la apertura, el recinto permaneció cerrado al público y abierto solamente para que los censores militares señalaran, con su clásico amplio criterio, qué libros podían estar y cuáles no. Ese procedimiento se repetiría los años posteriores con el breve interludio del ’73 al ’75. Viví en la cárcel, junto con Kuki Miler, los dos editores de De La Flor, la Feria del ’77. No muchos, sólo los amigos, percibieron nuestra ausencia, pese a la cual el stand de la editorial con su cachuzo kiosco de diarios y revistas, estuvo donde siempre. Ferias posteriores, en el exilio venezolano, hasta la de 1983, comienzo del desexilio: ese año protagonizamos el episodio de censura más patético, frustrado por una estrategia que funcionó. El entorno del stand estuvo adornado con graffiti inventados libremente por la gente de la editorial y un “Comité de Etica” intentó que se suprimieran las pintadas porque “instarían a la gente a hacer lo mismo”. Nos dieron una buena idea: colocamos grandes hojas de papel en un atril, con bolígrafos y marcadores, y la gente desbordó con lo que sentía. Una selección de las mejores frases fue convertida por la querida Marta Merkin en un libro: Escrito en la Feria.
Desde entonces, todo fue avance: volaron las bandas militares que tocaban cada día, se terminó con la innecesaria bendición sacerdotal (que algún año se hizo plurirreligiosa), no se prohibieron las actividades divertidas que aparecen en todas las ferias del mundo y hasta hubo una rebelión ante el intento de prohibir la exhibición del libro de Rushdie demonizado por la teocracia iraní. Ostentamos el dudoso privilegio de estar entre los más antiguos editores de la Feria: todavía la pasamos bien en ella.
* Editor.
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