Lunes, 15 de septiembre de 2014 | Hoy
LITERATURA › OPINIóN
Por Luis Chitarroni *
El arte de Bioy tiene poco en común con el de Borges, con el que comparte restricciones estéticas, y con el de Cortázar, con el que se resigna a la involuntaria contemporaneidad. Bioy está en su tinta cuando circunvala una ficción avara, escrita en el característico estilo “pan rallado”, disponible como ejemplo de transparente legibilidad; su gramática es el blanco perfecto de la curiosidad de un especialista, como lo demuestra el libro de Ofelia Kovacci (1963). Bioy encarna con menos decisión que Cortázar los ideales y presupuestos de los hombres de su edad, que nacieron el año de la Primera Guerra Mundial. Es inmune al surrealismo y es inmune al jazz, salud que lo acredita a ser víctima de supersticiones más exclusivas. Como los novelistas del dieciocho, como Fielding, Bioy sabe que el lector de ficciones es susceptible a los ejemplos, no a los preceptos. Esa reacción contra la pedagogía, uno de los anacronismos disimulados por el anacronismo supremo –la buena educación–, le permite sucumbir saliendo siempre victorioso: la literatura no es víctima de la moda. Pero la moda sí puede serlo: de la literatura.
El juicio de los héroes de su talla no alcanza a mantenerlos en custodia, ni siquiera unos años después de la muerte. El peso de la vida ensombrece el presente con presunciones y calumnias. Muchas no lo son, claro, pero eso añade sólo un tizne de naturalismo servil. Una denigra el arte de la conversación entre amigos: que hablaban mal de todos, Borges y él. La eximia destreza en las tramas y su devoción por el interlocutor mayor contribuyen a la acumulación de evidencias incriminatorias. Hay en Bioy una conducta que Borges admiró y un poder de observación social agudo, menos lesivo que elegante. En algún momento, en un cuento o una entrevista, habla Borges de alguien que atenúa sus razones para no tener razón de una manera contundente. Es probable que se refiriera a Bioy, que en alguna de las partes del diario se confiesa partícipe o víctima de la kemát, conducta o estrategia persa sobre la que trato de seguirlo a tientas en La ceremonia del desdén, mi libro sobre ambos (nada más responsable de la desilusión del lector que mencionar un libro que no fue publicado aún: mis disculpas). El poder de observación social y la suave displicencia de donjuán agudizan intuiciones psicológicas de alguien a quien no le interesa jactarse de tales sutilezas ni logros; aquí estamos ante la modestia de Bioy, distinta (Byron le parece menos vanidoso que Flaubert). Ambas lo predisponen a ser comparado con uno y otro Landrú, hecha la salvedad hilarante de que Bioy no es un humorista ni un asesino serial.
Para exaltar la obra de Fielding, Gibbon en su autobiografía dice que el linaje del autor en la genealogía de la nobleza británica tiene menos interés (y tiene mucho, parece) que el Tom Jones para la literatura, ante el que se prosterna. Plebeyos de paso, curados de la sumisión al pedigrí en los “árboles de la estirpe humana”, bien podemos decir que cualquiera de los grandes libros de Bioy está en el centro de la literatura argentina, ajena por completo a esas alcurnias de Béarn que era frecuente invocar para darse lustre en los lugares donde la presencia de Bioy se obstinaba en dormir al sol. En la actualidad, tímido pero nada inseguro, Bioy parece haber desaparecido del horizonte literario. No debemos inquietarnos: se trata sin duda de un espejismo: una ausencia elaborada por las mareas que absorben, invaden y rodean la isla de Morel.
* Escritor, crítico y editor.
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