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Lunes, 15 de septiembre de 2014

LITERATURA › OPINIóN

De aquí a la eternidad

 Por María Negroni *

Cuando el fugitivo llega a esta isla sin nombre todo está aún por ocurrir: la percepción, la ignorancia, el amor, la memoria, la realidad de la réplica y la réplica de la realidad. En una palabra, la literatura. Quiero decir, la interminable procesión de Sísifo en aras de un fragmento de lo real. He aquí la gesta de un perseguido que, transformado en perseguidor, se busca en aquello que lo despojará para siempre de sí mismo. Morel, por supuesto, le señala el camino, lo induce a internarse en una pasión extraña: la de insubordinarse a la fugacidad. Ambos ignoran, tal vez, que esa insubordinación se paga altísimo y que su premio coincide con un castigo paradojal: no hay don más pavoroso que la eternidad. Morel, claro está, es un artista y, como tal, se desvive por proyectar en el afuera el film herido de su mente. Con su técnica, consigue construir una jaula celeste, la recurrencia de una prisión cíclica. Y así logra habitar un paraíso no manchado por el tiempo o la sexualidad, si ambas cosas no son lo mismo. Allí se despoja, junto a su grupo de “invitados”, de la vida, perdiendo (y haciéndoles perder) la oportunidad preciosa de la imperfección.

Como la literatura, digamos, Morel sueña con una forma exagerada de la realidad. Eso no es todo. Su máquina –su obra de arte– revela muy pronto su pulsión vampírica. También el fugitivo, que es un ser socialmente invisible, expulsado ab initio del mundo, tendrá que inmolarse para entrar en la proyección, para hacer el cuerpo del poema con el cuerpo, como quería Pizarnik. Hay, es evidente, múltiples capas de representación en la novela de Bioy. Las proyecciones, las presuntas anotaciones del fugitivo en su Diario, las notas del editor no logran, sin embargo, disimular lo esencial: algo se fosiliza sutilmente en la isla, en la página; algo fagocita siempre algo: la memoria, el manuscrito, la imagen. Faustine, por ejemplo, acaba atrapada, por lo menos dos veces: por la máquina del inventor y por el relato del fugitivo. Podría decirse que tanto uno como otro quieren fijar y conservar (no conseguir) el amor. Y así, Faustine atraviesa la escena sin que resulte posible tocarla o interactuar con ella, como en esos films intangibles que se proyectan en nuestras mentes y que llamamos recuerdos. Y todo se repite ad infinitum y las cosas seguirían perfectamente su curso si no fuera por la duplicación de soles y lunas que viene, como un virus o principio desequilibrante, a interrogar incómodamente sobre el alma de las apariencias.

Los gestos, mientras tanto, se van congelando: bajo el dominio hipnótico de Morel, los “turistas” de la isla acaban revelándose como lo que son: meros maniquíes reducidos a reiterar eternamente la misma acción falsa y ontológicamente innecesaria que alguien ha “escrito” para ellos. La literatura, podría proponerse, se debate siempre entre el afán (y el terror) de percibir la realidad en su riqueza infinita y la constatación de la irrealidad fantasmática de toda representación. En su pelea por captar lo real, sin caer ni en la indigencia de la abstracción ni en la pérdida de la conciencia, exhibe (aunque el cuento y la novela se escriban y se lean) su intrínseca dificultad para dar cuenta de la complicadísima relación entre el original y el doble. En este sentido, la novela de Bioy es un manifiesto sobre el arte, una metáfora de la manipulación de la escritura y también un llamado de atención a quienes se lanzan a ese proceso de traducción casi imposible.

* Escritora, ensayista y traductora.

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