TELEVISION › UNA MIRADA SOBRE UN CICLO QUE CAMBIA LAS REGLAS
Cuando el final anunciado no logra anular la intriga
Lejos de los modelos habituales de la televisión, las mujeres asesinas consiguen una máscara contradictoria pero magnética.
Por Julián Gorodischer
Las Mujeres asesinas de Canal 13 son el contrapunto perfecto de la banda de amigas de Sex and the city y/o del lamento amordazado de las amas de casa desesperadas de la serie estadounidense Desperate housewives. Esta es la experiencia local en lo que hace a la reivindicación de género, y nunca se libra en la cama o la conquista. A estas asesinas las vincula la violencia por su condición de desclasadas: dejada por un novio (Juanita Viale), harta de ser pobre (Betiana Blum), cansada de su reclusión como ama de casa (Cecilia Roth), condenada por su elección sexual (Eugenia Tobal): la rebelión nunca va por dentro. Si las últimas bandas de mujeres de la TV coquetearon con cierta militancia de género sin concretar la revolución, las chicas locales toman las armas. Si sus precursoras apenas insinuaron la infidelidad o la experimentación de alcoba, las asesinas imaginan una utopía posible que hereda las reglas de Un día de furia.
En ese mundito ideal la casada-harta-del-marido lo rebana y convierte en relleno para empanadas (Cristina Banegas); la celosa acuchilla a la supuesta amante en el ascensor (Roth) y la mujer pobre parte la cabeza de la vieja para quedarse con su casa (Blum). La decisión de la asesina es una forma de liberarse, cuando ya no queda nada para decir, en reacción a los dictados de una TV feminista light que les reserva apenas una ilusión compensatoria. Las asesinas entablan vínculos complejos con sus víctimas: las enamoran hasta volverlas dependientes (Tobal), los seducen histéricamente para luego envenenarlos (en el capítulo sobre Margarita Herlein que se verá hoy), se convierten en la amiga íntima (Blum con China Zorrilla) o se incorporan a sus vidas en una mezcla de sometimiento y elección deliberada.
La víctima no escapa ni reniega de lo que le toca: en un acierto de la narración, es conducida voluntariamente rumbo a su amenaza. Así pasó con Blum, que generó la adhesión de su víctima (Zorrilla) hasta embarcarse en una convivencia forzada que no podía sino terminar mal. Y con Cecilia Roth, que acosó a la supuesta amante de su marido pidiendo que le mostrara los documentos, provocando que la otra (Julieta Díaz) se negara hasta el final. La víctima se ve imantada por el peligro de muerte; elige el camino más difícil (no mostrar los documentos), hasta instalar un complejo vínculo más contradictorio que unidimensional. Lo que se ve no es el arquetipo previsible, como en la ficción diaria, sino las múltiples caras de mujeres que huyen y a la vez se entregan a otras mujeres en un juego de amor-odio. Son historias de hombres que castigan y salen perdiendo. O de desclasadas justicieras que buscan su promoción económica o su salvación sentimental allí donde sólo hay lugar para una acción física. Se expresan con algo del tono de La virgen de los sicarios, de Fernando Vallejo, ese modo de narrar guiado por una subjetividad furiosa, ese cuentito que avanza acompañado del volumen enloquecedor del griterío.
Las Mujeres asesinas deciden matar con el elemento hogareño, lo que tienen a mano: es frecuente la cuchillada. El modo de la muerte es carnal, sanguíneo, lento, manual. Rige la lógica de lo artesanal: hacerlo con cuidado y con estilo, sin la intervención mecánica del disparo, sin la mediación de un tercero. La cuchillada de Roth en el ascensor fue compulsiva y a repetición seriada. La de Tobal, repentina y marcada por la improvisación. Se admiten unas pocas variantes: un golpe seco a la cabeza, una dulce muerte por estrangulamiento. El plano acompaña ralentizado o con música que mitifica: no es la estetización de la violencia porque sí, sino el clímax. Es la revancha que se paladea porque la identificación apunta al victimario, porque detrás de cada asesina hay sufrimiento, neurosis o sometimiento, porque cada objeto que sirve para matar era parte del karma de la faena doméstica. Por cada crimen... una liberada.
Las Mujeres... contradicen las leyes de la intriga, anulan el enigma y fundan el gancho del final anunciado. Pero la historia no se vuelve débil ni decae la adrenalina: el crimen reclama ser visto aunque se sepa quién mata a quién; la descarga se conoce pero se espera como una catarsis, ese minuto en que la dejada, la pobre, la peluquera, la desheredada, la engañada que no conversa su problemita en la peluquería ni pide su divorcio, ni sale a buscar trabajo, ni fantasea con el plomero como pasa en otros dramas femeninos sino que patea el tablero. Mujeres... llega siempre más lejos, desmiente la última saga de ficciones sobre chicas modernas y propone su consigna impropia: que la revancha de la desclasada se da fuera de la norma.