Desde el comienzo (y tal vez hasta el final) la novela es un género predestinado a hablar del presente. Tal vez toda la literatura esté atada al mismo destino, pero en la novela esa relación inmediata con los tiempos es más meridiana. Aun en el caso de las novelas que simulan hablar del pasado o del futuro, lo que en ellas se lee (o, en todo caso: lo que resulta interesante leer en ellas) es del orden de la imaginación (presente) sobre el pasado o el futuro. Por esa vía, la novela traspone en un tiempo imaginario, alejado del nuestro (hacia atrás o hacia adelante), los terrores y los anhelos de la época en la que vivimos. En ese sentido, a diferencia del cuento o el poema, que admiten la intemporalidad del punto de vista en mayor medida, las novelas son siempre “actuales”, porque hablan desde el presente más puro y a él se refieren aunque sea de una forma muy elíptica.

La más histórica de las novelas o la más fantástica conjetura futurista nos obligan todo el tiempo a pensar en lo que somos. Dialogan con nuestra sensibilidad, nuestras intuiciones, nuestros interrogantes y nuestras perplejidades: cómo vivir juntos, qué significa ser contemporáneo, qué es el otro para mí y cómo aparezco yo ante el otro, por qué la técnica ha dejado de luchar contra la muerte para pasar a producirla en masa, lo que se llama, en fin, capitalismo. La novela es un género moderno (es decir, capitalista).

No es que las novelas hablen hoy de algo, sino que algo habla hoy, siempre, en las novelas que escribimos y leemos (y ésa es la gracia, y ese murmullo del presente es el que estamos predestinados a escuchar).

Si seguimos leyendo y escribiendo novelas, entonces, no es tanto por un deseo de verdad sobre el presente (el pasado o el futuro), sino porque estamos dispuestos a seguir interrogando nuestro propio imaginario.

* Escritor, docente y crítico, autor de Clases, literatura y disidencia.