Martes, 12 de enero de 2016 | Hoy
MUSICA › OPINIóN
Por Fernando D’Addario
Para un joven criado musicalmente bajo la construcción binaria “rock vs. pop”, la aceptación y el disfrute del arte de David Bowie significó algo así como una salida del closet. Pasaron ya muchos años desde que se inició ese proceso de asimilación lenta, traumática, plagada de obstáculos (¡qué van a decir mis amigos!) hasta que una noche, marcada por circunstancias personales muy especiales, el sonido de ese primer verso de “Space Oddity” (aquel “Ground control to Major Tom” que pone la piel de gallina una y otra vez) repetido como una letanía hizo estallar las lágrimas y vulnerar las últimas defensas: ese tipo –que estaba cantando desde otra dimensión espacial pero al mismo tiempo llegaba al hueso de la sensibilidad humana– era un monstruo y yo me lo estaba perdiendo.
“Ah, el puto ese...” era el argumento cabeza que cada tanto asomaba en las charlas rockeras regadas de cerveza en la casa de la calle Conesa. A “Dancing in the street”, ese hitazo que compartieron Bowie y Mick Jagger, le cabía cierta indulgencia, amparada en la inimputabilidad fiestera del cantante de los Stones. Pero el resto de su obra, que ya para entonces –mediados de los 80– había mutado en un sinfín de direcciones, permanecía velado por una descalificación homogénea que no reconocía matices. De un lado estaban Led Zeppelin, Black Sabbath, Pink Floyd, Deep Purple; del otro David Bowie, Lou Reed, Iggy Pop. La antinomia excedía las particularidades musicales y revelaba la existencia de prejuicios anclados en valoraciones culturales y estéticas. Los que escuchaban a Bowie se vestían distinto, salían con otras mujeres (aunque para nosotros eran todos gays), leían otros libros, ¡iban a bailar!, eran políticamente complacientes o indiferentes. Nos parecía –da vergüenza decirlo hoy– que ese gusto musical estaba subordinado a los dictámenes de la Imagen, diosa despolitizadora que imponía la frivolidad de las formas por sobre la autenticidad del contenido.
El cerco se fue rompiendo gradualmente, aunque sin reconocimiento oficial. La vida misma, con sus vaivenes, comenzó a establecer vasos comunicantes, links que abrían otras redes de afinidades. Un amigo trajo un día el VHS de la película El ansia, donde la inquietante participación de Bowie (cómo olvidar esa escena en la que su personaje se encuentra con el de Catherine Deneuve en un club de Londres para elegir a sus víctimas) sumada al reflujo hipnótico de la canción “Bela Lugosi’s dead” de Bauhaus, relativizaban las nociones de “artificialidad pop” para darle a la misma idea de artificio otra espesura. Ese mundo al mismo tiempo sólido y líquido (del que Zygmunt Bauman aún no había escrito) encontraba en Bowie a su intérprete más natural: nadie como él para iluminar la realidad –que descubríamos en su faceta mutante y ambigua– con una mueca de oscura sensualidad.
La primera presentación de Bowie en Buenos Aires (es decir: ¡Bowie + más Adrian Belew!) nos pasó de largo, porque estábamos esperando a Eric Clapton. Pero varios años después, en 1997, ya con cierta responsabilidad profesional, la predisposición displicente para escuchar Earthling, su nuevo disco, fue respondida con una trompada al hígado. El camaleón revelaba otra de sus caras, la más heavy, ensuciada por sonidos industriales, sin perder la elegancia. La presentación de ese CD en la cancha de Ferro implicó la rendición incondicional: a partir de entonces se inició una suerte de penitencia feliz, que consistió en pedirle perdón al Duque ante la escucha tardía de Heroes, Low, The rise and fall of Ziggy Stardust... Cada disco aportaba, desandando la historia, la carnadura y los disfraces que modelaban a un artista extraordinario. La ya citada “Space oddity” me empujó al “sinceramiento”. Un día le dije a mi novia, hasta entonces encorsetada en el punk, “escuchá esto” (era “The man who sold the world”) y se sumó inmediatamente al club de los conversos.
De aquellos amigos que controlábamos la pureza étnica del rock desde la comodidad de una casa de Belgrano, uno aprendió a tocar el violín y tiene una hija pianista, otro se hizo fanático de la salsa y de las mujeres dominicanas, un tercero se afirmó en una excluyente fe metalera. Todos seguimos queriendo a Lemmy Kilmister. Una parte de mi vida se fue hace quince días, con la muerte del cantante de Motörhead. Otra parte –más nueva, y por eso creía yo que aún expuesta a nuevos descubrimientos– se fue ayer.
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