PLASTICA › A MANERA DE INTRODUCCIóN
› Por Tamara Stuby
Cualquiera que haya presenciado la mirada inquieta y desenfocada de un pequeño bebé se habrá preguntado si es que no ve nada todavía o si aún no reconoce lo que ve. Ya que nuestra propia experiencia de ese momento inicial queda convenientemente guardada en la etapa prememoria, confiamos ciegamente en nuestra capacidad de entender lo que vemos.
Pero no andamos solos por el mundo, sino que nadamos, prácticamente, entre mediaciones e intervenciones de todo tipo que intentan alterar nuestro parecer. ¿Resiste, entonces, esa confianza? Es como caminar sobre un piso lleno de bolitas de cristal: demanda tanto esfuerzo mantener el equilibrio que resulta difícil no perder de vista el horizonte y toda noción de perspectiva.
Sin trucos (más allá de algún espejo) y sin desviarme por el lado de la disección e investigación, dediqué un buen rato a rumiar en torno de la relación entre una cosa y la otra, agregando instancias para ver por dónde aparecían contrastes, o por dónde se tensaba la cuerda que conecta el ver y el entender, las imágenes y el mundo del texto –en inglés, es mínima la diferencia entre mirar y buscar (to look, to look for)–, y tal vez una vaga intención es lo único que calibre hasta qué punto una idea guía el ojo hasta encontrar su confirmación, o la observación decanta para formar la comprensión, hasta qué punto elegimos escuchar o ignorar el ruido que balancea entre lo que vemos y lo que leemos. (Imagen: fotografía de la serie “Luna llena”).
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