Martes, 14 de junio de 2016 | Hoy
CULTURA › OPINIóN
Por Juan José Becerra *
Apartemos por un momento el tartamudeo, la falsa modestia, el traje, la ceguera y el bastón de Borges, tan iconográficos como los Ray Ban Teashades de Lennon, para ver qué fuegos literarios siguen flameando en el fondo de su figura célebre, que es la del personaje público popularmente venerado por sus salidas aforísticas, posiblemente emitidas en la misma frecuencia con que la sociedad argentina captó las de Perón, Maradona o Jacobo Winograd. Cuando algún político con campos neuronales donde nunca florecerá la semilla de la recepción literaria dice que, “como dijo Borges, a los argentinos no nos une el amor sino el espanto”, o “los peronistas no son buenos ni malos sino incorregibles”, está dándole de probar a la memoria de Borges el veneno de su propio populismo. Borges siempre se hizo entender publicitariamente. Su repertorio era el de las grandes cosas (las cosas de muchos), un modo elegante de pasar como alambre caído a las vanguardias, en especial la surrealista, cuyo combustible no era la santidad de la biblioteca sino el lujo del vitalismo. Esas grandes cosas eran cosas de interés probado: gauchesca, guerras civiles, orientalismo, Cervantes, el universo y sus maquetas, la pasión reprimida del célibe. En un comentario de 1926 a la Historia de Rasselas, Príncipe de Abisinia, del Doctor Johnson, Chesterton recuerda que en el siglo XVIII el cuento árabe estaba “de moda” en Inglaterra y Las Mil y Una Noches tenían una “enorme popularidad”, aunque esa influencia se sentía “en sentido semihumorístico” en algunos libros de la época.
Las modas pasadas no fueron las únicas tentaciones que contribuyeron a cristalizar la playlist de Borges (los laberintos, los tigres, los relojes, el ajedrez, las cautivas, el cuchillo no califican sino como elementos de un mobiliario trillado). Porque si se mira bien –sobre todo donde se trata de ahogarlo–, el sentimentalismo es también un don borgeano que hace cumbre en El Aleph, un cuento en el que la grandilocuencia y la cursilería producen efectos inseparables de comicidad y tragedia. Por supuesto, también está el sexo, y si se nota es porque Borges lo lleva hasta el interior del cuento sólo para mantenerlo oculto en primer plano. El Aleph, que de ningún modo es el mejor texto de Borges, es el que mejor lo representa. Allí están el universo (el tema grande) jibarizado por la ubicuidad, el amor como variedad del rencor (un destilado autobiográfico difícil de encontrar en el resto de su obra) y el bullying a Carlos Argentino Daneri que concentra la mejor cepa de la maldad borgeana. Se trata de una cepa liberada como una enzima, que no pertenece tanto al Borges solitario como al Borges que reacciona químicamente ante Adolfo Bioy Casares. ¿Por qué ese Borges salvaje no prosperó en soledad? Porque como dijo Bioy Casares, a la madre de Borges “le irritan bastante nuestras bromas de Bustos Domecq”. A favor y en contra de esa irritación, Borges le dio a la literatura mucho más de lo que le sacó.
* Autor de Miles de años y El espectáculo del tiempo, entre otras novelas. El fantasma de un nombre (poesía, imaginario, vida).
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