Martes, 16 de enero de 2007 | Hoy
LITERATURA
Entro a la cocina, prendo la luz y veo una cucaracha, roja y chiquita, paralizada sobre la mesada del mármol. Odio las cucarachas, me producen un asco insoportable. Y he llegado a perseguir algunas por todas las casas, hasta aplastarlas. Pero esta vez ni se me ocurre hacerlo. Preparo el té y vuelvo a la pieza. Me pongo del lado de la cama que ocupaba mi vieja. Haciendo un ruido insoportable, mi viejo toma el té a sorbos. Después deja la taza, que humea, sobre la mesa de luz.
–¿Te podés quedar un rato? –dice.
–Claro –le contesto.
Se recuesta completamente y su mano –como un cangrejo– se arrastra sobre la frazada hasta alcanzar mi mano. Está fría y sudada. Las manos de mi papá y las mías son iguales. Las de mi mamá eran chicas y gordas. Las de mi papá son largas y delicadas. Le doy una mirada a la pieza y me detengo sobre el lomo oscuro de la pantalla del televisor. Esta era la pieza de mis viejos, ahora es la pieza de mi viejo. En una parte del ropero están los vestidos de mi vieja. De golpe, mi viejo dice: “Tu madre era igual a mi madre... para mí era su reencarnación... era tan buena como ella... mi mamá siempre me decía que había que ser bueno en la vida...”. Hace silencio. Se ve que no espera que le conteste nada. Está monologando. Haciendo esgrima con el miedo.
Fragmento de Ocio (Santiago Arcos).
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