Miércoles, 17 de enero de 2007 | Hoy
PLASTICA › OPINION
Por Miguel Briante *
En reiteradas oportunidades –en el deslumbramiento por cada muestra de Gorriarena, siempre otra vuelta de tuerca; en el comentario de un cuadro o en una charla– el redactor de esta nota se ha empeñado en recordar, tal vez porque cada vez se le juntaba en el recuerdo la imagen del furioso Roberto Arlt, un pensamiento, una frase de Carlos Gorriarena que decreta: “Un cuadro debe romper la pared”. Ahora, frente a los cuarenta y ocho trabajos que forman, en el Museo de Arte Moderno, una antología de lo que Carlos Gorriarena ha pintado en los últimos diez años, se podría anotar que, todos juntos, sus cuadros no rompen las paredes pero las habitan, las cargan de sentido –de historias, de registros, de acontecimientos–, las marcan de contemporaneidad. (...)
Por supuesto, se sabe que Gorriarena no “está aquí” para decorar el mundo, sino para develarlo. Hombre de pasiones políticas –de pasiones que ahora, según él mismo, lo han entusiasmado pero lo han dejado en un borde propio, como siguiendo un camino que Joyce marcaba para cualquier creador contemporáneo, al mismo tiempo que definía su propia intrincada obra: primero está el grito, la lírica, pero al final el autor se decide por una tercera persona perfecta, lejano, como Dios mirándose las uñas mientras el mundo sucede, abajo–, capaz de hacer intencionalmente que en un cuadro aludiera y hasta quisiera cambiar el entorno en el que estaba siendo producido. Gorriarena (quien en un reportaje que puede oírse ahí mismo, en el Museo, en un video, declara no haberse sentido nunca un pintor profesional, aunque su gesto reconozca que la pintura es su vida y en las palabras se apresure a decir que la pintura no agota su vida) es, ante todo un animal visual. Pablo Suárez lo definía una vez más o menos así: “El pinta. El va y pinta. Hay un muerto, y él va y lo pinta”. Pero en ese animal, en ese puro gesto, hay órdenes que la cabeza ya ha procesado –no en una simple operación mental, sino en un juego de espejos repetidos entre la cabeza y las manos, que aceptan mutuamente y vigilan sus impulsos– y que son la teoría en movimiento del artista. Fuera de toda técnica, ese andamiaje oculto, esa primera actitud, podría estar definida por el mismo Gorriarena cuando en un reportaje, dice que, antes que las estéticas, prefiere una ética. Esa ética, está claro, es propia. Un código que incluye al mundo y al pintor, a la pintura y al espectador, y aun a cada obra del pintor frente a cada obra. Abierto a lo nuevo pero poco adicto a modas –y aun a las discusiones sobre las modas, que termina por ser otra moda–. Gorriarena se para frente a la tela con toda la libertad que él mismo se ha creado pero sabe lo que está haciendo. La historia de su pintura –alguna vez retrató los personajes que detectaban declaradamente el poder aun sabiendo que “el poder está en todos lados”; luego, en una de las tantas veces en las que su pintura giró sobre sí misma, se ocupó de ciertos rastros del jet set que anda por las galerías de artes, rozó personajes que mezclan lo fellinesco con el posmodernismo, se asomó al tibio fenómeno punk de los suburbios de Buenos Aires, y ahora mismo sus cuadros rescatan un pareja perdida en una luz, o retratan una pareja que simplemente está en la cama, que simplemente existe– es la historia de una pelea contra las formas impuestas, contra la quietud, que es aceptación: “Cuando el pintor –recordó en 1989 que había escrito hacía más de veinticinco años– por intermedio de la poética, comienza a descubrirse tal cual es en un momento de su vida, comienza a transitar el peligro. Con la concreción de una poética personal el artista ha iniciado la construcción de su propia cárcel. Poética y estilo correspondiente pueden negarnos la necesaria conexión a la siempre móvil y fluctuante realidad”. Y en ese mismo 1989 podía hacer esta síntesis, negada a la exegesis de cualquier estudioso: “Alrededor de los años sesenta yo había roto los puentes con la realidad fenoménica. Disconforme con mi pintura anterior (de algún modo naturalista), pero también con esa especie de expresionismo abstracto al que me había conducido una múltiple ‘destrucción’ de la figura humana en el ’64 o ’65 comienzo una vuelta distinta a la figuración. Trataba de expresar, fundamentalmente, las circunstancias que vivíamos. Banderas, cajones, seres ‘aspirinados’ participaban simbólicamente dentro de un espacio dual en el que el color se va liberando y la organización comienza a ser una consecuencia de la internación. Estaba planteando las coordenadas de mi pintura actual”.
Su pintura actual está, ahora, con todo su proceso, a la vista. Solitaria, recortada de “la gran información existente sobre lo que se ha hecho o se hace” que “abarrota todo”, elaborada con la conciencia de que “la realidad siempre arroja sobre la palestra una serie de elementos constituidos por ella misma, imponiendo exigencias” –según dice el artista– esa pintura viene de la vida más cercana, menos abstracta, plantada en situaciones, reconocibles, en atmósferas que envuelven al que mira de un modo sutil –invadiéndolo como algo íntimo, como algo inexpresado que se lleva adentro– en una alquimia de la que sólo el maestro Gorriarena es capaz.
* Texto publicado en Página/12 el 10 de agosto de 1993.
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