OPINION
› Por Joaquin E. Meabe *
La inteligente nota de Horacio González acerca de Los intereses de la filosofía ofrece una excelente oportunidad para reconsiderar el asunto de cara a la cuestión crucial de la problemática genuina a la que esta debería responder. Aunque la nota ha sido escrita a propósito del Congreso de Filosofía que por estos días se realiza en la ciudad de San Juan, no voy a examinar aquí su asunto ni tampoco todo lo que el evento implica como actividad que junta a eruditos, profesores y expertos para difundir las novedades de la especialidad. Horacio González ha hecho observaciones muy pertinentes en este punto. Hay, sin embargo una cuestión, con la que se cierra su nota, que vale la pena reexaminar. Dice González que el tema verdadero de un congreso de filosofía es uno solo: indagar sobre sí mismo para poder hablar de las circunstancias históricas que, como siempre, nos abruman. En verdad no se si ésa es la preocupación de este congreso y creo que el asunto constituye hoy para nosotros una cuestión crucial y un inocultable dilema de la introspección filosófica inaugurada por Sócrates. Justamente en los diálogos de Platón se pone de manifiesto ese rasgo que caracteriza desde Sócrates a la filosofía: la función de desmantelamiento que genera siempre la genuina autoinspección ejecutada para efectivizar el trato apropiado con lo que está más allá de cada uno y con lo que se interactúa. Frente al mundo, o a la naturaleza o, también por qué no, a la historia, el asombro y la incertidumbre son rasgos primarios que imponen a cualquier persona inteligente toda una secuela de interrogantes no siempre asumidos. Por cierto, después de Sócrates la cultura intelectual se ha transformado en erudición y parloteo y la reconversión escéptica ha desmantelado su tensión esencial, abriendo el camino para que la filosofía pasara a ser primero sierva de la teología y, a partir de Kant y del Iluminismo, sierva de la ciencia. El indecoroso resultado de semejantes servidumbres ha llevado curiosamente a la filosofía a un retorno a la sabiduría sofística, donde expertos y eruditos hablan o parlotean sin transmitir nada porque la información y el saber, como tal, de ordinario no trasmiten nada porque solo informan y lo que informa nada agrega que pueda interiorizarse como adquisición relativa a la posición de cada sujeto histórico que debe enfrentar sus incertidumbres y las de la sociedad en la que vive. Habría que preguntarse si ese eterno retorno a la sofística es un eterno retorno a lo igual, pues aún falta allí el componente específico de la propia humanidad. Pero mi propósito en esta nota es más sencillo y tiene la forma de un interrogante más o menos socrático que bien podría simplemente formularse de este modo: ¿Cuáles son nuestros problemas? ¿Qué tengo que decir de ellos? ¿Debo hablar o debo callar? ¿Debo temer las consecuencias o debo asumirlas? ¿Correré la misma suerte de Sócrates o simplemente perderé mi empleo y mi acervo material?
El ejercicio estricto de autoinspección del propio horizonte de ignorancia tiene aquí mucho que decirle a cada uno. Después se puede, o no, optar por la erudición, la ciencia o la teología, de una parte, o en sus antípodas uno puede inclinarse por la autoinspección inteligente de sí mismo y el examen de la sociedad que lo contiene, lo seduce o lo degrada. Seguramente siempre va a haber oportunidades para las eventuales servidumbres de la inteligencia y siempre también va a persistir el ofrecimiento de una eventual terapia de la filosofía.
* Profesor de Filosofía del Derecho, Universidad Nacional de Corrientes.
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